Profanación
Cuando el 22 de marzo de 2006 ETA declaró el último alto el fuego permanente, me encontraba en Mariembad, un balneario situado en Bohemia, al noroeste de la República Checa, a 170 kilómetros de Praga. En el hotel Esplanade, donde un Goethe octogenario vivió un último amor con una amante adolescente, los espejos biselados me devolvían fragmentos de alabastros, cortinajes de terciopelo y artesonados de oro y a través del ventanal veía las fuentes y estatuas del jardín nevadas, los abetos blancos. Para llegar hasta allí tuve que atravesar las colinas de la región de los Sudetes, que en ese tiempo estaban bajo la nieve, pero en medio de aquella profunda pureza aún se podían adivinar nidos de ametralladoras y las oscuras fortificaciones alemanas de la II Guerra Mundial. En Mariembad el hielo cristalizaba las filigranas de hierro colado de las galerías bajo cuyas volutas labradas una burguesía con miriñaques y cuellos de porcelana expresó su felicidad en los años veinte tomando las aguas sulfurosas. La belleza no tiene sentido sin la moral, pensé en medio de tantos destellos de vidrios y porcelanas. La estética me podía matar. Tenía una copa de oporto en la mano cuando llegó la noticia. Los terroristas de ETA habían dejado las armas. En nuestro país ya no se iban a producir más muertes por un ideal. Brindé con los amigos. Y de pronto la belleza de Mariembad alcanzó una profundidad inusitada. Imaginé que la armonía de sus jardines nevados, lejos de ser sólo una vivencia superficial, constituía el bastión más alto frente al fanatismo. Bastaba con dejar hacer su trabajo a la estética y el alma de los terroristas se cubriría también de nieve. Quince meses después de aquel viaje a Mariembad, me encontraba ahora frente al Mediterráneo, en una cala de villas burguesas, en un hotel antiguo de estilo modernista que en la guerra civil fue hospital para los heridos de las Brigadas Internacionales. Aquí vino desde Norteamérica a cantarles blues el negro Paul Robeson. Pero hace unos días, de madrugada la radio dio la noticia. De nuevo los terroristas de ETA están dispuestos a matar. Al salir a la terraza en el horizonte había varios veleros, en la arena unos niños jugaban con las olas y sus cuerpos desnudos recibían el primer sol. La estética sin la moral volvía a ser una condena. De pronto sentí que aquella belleza, que el día anterior no podía distinguirla de la felicidad, estaba ahora de nuevo profundamente contaminada. El miedo y el fanatismo habían vuelto a ensuciarlo todo.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.