El terrorismo del vacío mental
Paris Hilton, la chica heredera del formidable imperio hotelero, ingresó este año en el Libro Guinness de los récords como la celebridad más sobrevalorada de la historia de la humanidad. Un cénit de inanidad que se corresponde con la cima de su notabilidad. La paradoja logra realizarse mediante esta sencilla ecuación: el personaje supuestamente igual a cero logra multiplicarse hasta una escala gigante por la suma de su falso valor. De esta manera, la falsificación alcanza tanto más cotización cuanto más falsa resulta ser. O bien, la falacia luce en cuanto fenómeno extraordinariamente falaz que eleva personajes hasta el estrellato dentro de la constelación general.
Nunca, como en estos casos excepcionales, el mal dispone de una mejor manera para enunciarse. No se trata en concreto de que Paris Hilton sea una perversa, despilfarre el dinero, consuma drogas a granel o viaje de una orgía a otra. Lo poderoso del mal que expande Paris Hilton -siendo su ascenso de mérito nulo- consiste en la desproporción de su enorme vistosidad, tanto más terrorista cuanto menos sentido tenga.
Así ocurre fatalmente con ETA. Su amenaza y notoriedad es máxima porque su contenido ideológico es igual a cero. Su capacidad de destrucción se hace incalculable, imprevisible, interminable, porque su finalidad no tiene objeto.
El mal se confunde con esta clase de aporías que se nutren del delirio y se prolongan en el fervor de sus células que, faltas de la apoptosis, continúan reproduciéndose sin más destino que la muerte. Sólo cuenta la fatalidad o el desorden creciente del mal. Porque ¿puede considerarse seriamente una banda de individuos que en sus comparecencias aparecen disfrazados de verdugos y con una txapela encima? ¿Terror o irrisión? ¿Acechanza máxima o descerebramiento final? Un elemento lleva al otro, una avería radical en las neuronas ampara la máxima alarma, puesto que se trata no del peligro proporcional a algo sino de un peligro sin pies ni cabeza.
Lo decisivo, en fin, del mal radica ante todo en su arbitrariedad. No hay en el terrorismo de ETA un lógico más allá, sino que la sinrazón se ha convertido en la sustancia de su persistencia. El temor se agranda cuando el enemigo no responde a ninguna consideración, sino que existe en la voluptuosidad de su fatalidad.
El diálogo con ETA representa así la cumbre o la raíz del absurdo. El presunto diálogo o la negociación racional supondría su paso de la locura a la cordura y, en consecuencia, la negación del problema.
La naturaleza de ETA, su carácter sanguinario procede, por tanto, no de su consistencia sino de su banalidad porque ni moralmente, ni políticamente, ni socialmente ETA se basa en el sentido. En sus discursos o sus comunicados, las palabras izquierda, democracia o libertad circulan como en el interior de un artefacto descacharrado, como sobre ruedas sin eje o como cerebros donde las sinapsis patinan y las ideas han perdido cualquier significación.
¿Está sobrevalorada ETA? Tanto como a la altura de los mayores récords históricos del vacío cerebral. Pero, a la vez, su mayor poder deriva de ese vacío. Puede matar y mutilar porque no hay razón que constituya su programa.
¿Cómo pretender que comprenda nada sobre la convivencia en libertad? ¿Cómo pretender que se suicide aceptando la medicina de la negociación? España sufre a estas alturas la patología del terrorismo como un mal absoluto. No ya como un mal político, territorial, histórico, sino como el puro cuerpo del Mal. Todos los análisis que se hicieron hasta el momento fueron especulaciones racionales o racionalizadas que dieron tiempo para que la pérdida de apoptosis aumentara el asesino tamaño del tumor. Parece ya el momento de la acción absoluta y directa contra su monstruosa biología. Lo que se hallara fuera de este proyecto sería doblar el perverso efecto de la futilidad criminal.
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