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Zapatero y la izquierda: orden, discurso y método

Algunos se preguntan si todavía existen la derecha y la izquierda. Pues bien, existen. La razón de ser de la izquierda conecta ahora con nuevos riesgos: el unilateralismo, la política de hechos consumados o el ejercicio del poder como artimaña, que amenazan con convertirse, otra vez, en dominantes. La derecha se blinda de patria e integrismos y coquetea con la extrema derecha en cada vez más países. Gastado el neoliberalismo y fracasadas las tesis del fin de las ideologías y de la historia, la gestión del miedo se percibe como la inversión más provechosa. No es algo espontáneo ni intuitivo, es un "planteamiento científico" que defienden poderosos think tank de todo el mundo. El liderazgo de la globalización y el orden mundial puede depender -eso piensan- de la capacidad de manipular las emociones de las clases medias sobre terrorismo, inmigración y religión.

Orden, orden, orden. La izquierda no debe buscar "votos en los caladeros de la derecha", como reclama José Bono, ni gritar "patria, religión y disciplina", pero debe ser consciente de los peligros de ser asociada al desorden. Debe reajustar su discurso y sus métodos para compatibilizar reformas y orden, presentar cada cambio como imprescindible para lograr más estabilidad. A mayor velocidad en los procesos tecnológicos y sociales, más necesidad de referencias estables tiene la gente. Si en la "bolsa de valores sociales" cotiza al alza la necesidad de reformas, más aún la estabilidad y la firmeza.

Zapatero ha cambiado el discurso de la izquierda. Si Felipe González agregó liberalismo a la tradición socialdemócrata, el republicanismo de ZP ha añadido unas gotas de radicalismo que le permiten enlazar con determinadas clases profesionales. Su laicismo, soporte de un nuevo socialismo de los ciudadanos, se convierte en referencia internacional por su capacidad de integrar en un todo coherente la ampliación radical de derechos civiles y la del modelo social de bienestar.

La ingenuidad de la izquierda vuelve a parecer como un valor, sinónimo de sinceridad e idealismo, lo que la habilita para resucitar la pasión por la política e integrar utopías diversas. Ya no seduce la deslumbrante y escurridiza retórica reformista de Tony Blair.

Los cambios comienzan en el modo de abordar las diferencias. Zapatero reavivó, desde la oposición, el consenso como un valor y promovió pactos que el Gobierno de Aznar aceptó a regañadientes: terrorismo, justicia, inmigración. Ahora el PP se aprovecha de ello y lo sacraliza convirtiéndolo en una barrera, en una especie de derecho a veto. La facultad de gobernar para la izquierda se plantea en términos crudos: o paraliza sus reformas y convierte en inútil su hegemonía o aparece como responsable del disenso. Puestos a elegir, Zapatero prefiere arrostrar, sin dramatismo, el disenso antes que la parálisis, mientras procura ampliar, mediante pactos directos con las organizaciones sociales más representativas, el respaldo de la sociedad civil.

Si todo método es, principalmente, un modo de gestionar el tiempo, la velocidad ha sido una de las señas de identidad de Zapatero: no sólo considera esencial cumplir sus promesas, sino cumplirlas rápido. La izquierda, dice, "debe hacer valer pronto el poder democrático de los votos o quedará impregnada de realismo y paralizada". Sabe que "los valores públicos se vuelven irreversibles" y que, si las reformas están bien planteadas, no tendrán retorno. Cree imposible evitar conflictos demorando los tiempos, como hizo Felipe, porque con la derecha actual, dispuesta a transgredir cualquier norma para recuperar el poder, cuanto más tiempo de exposición, más fragilidad.

Pero, en política, la máxima velocidad permitida es la que los ciudadanos digieren. Las reformas que no se conocen suficientemente no existen para la gente, ni cuentan como activo político. La concentración de nuevas leyes solapa las narraciones -en las que se alternan prohibiciones y liberalizaciones-, merman la comprensión del discurso y difuminan su mensaje. Cada reforma necesita ajustes que provocan alguna confusión; muchas reformas juntas generan ansiedad ciudadana y facilitan la sensación de desorden, aprovechada por el PP para convertirla en vértigo.

La comunicación y la gestión de los medios, siempre esencial, se convierten entonces en determinante del éxito político. Si la potencia de los altavoces mediáticos del PP triplica, en principio, la del PSOE -medida como suma de audiencias de los medios conservadores o progresistas, incluidos los regionales- la simpleza de sus mensajes los hace más efectivos. Si al PP le basta con una política de tierra quemada, la izquierda necesita ilusionar. Para ello, debe asumir que a mayor comunicación, menor manipulación y "más difícil resulta ocultar la realidad a la inmensa mayoría". Mientras el PP boicotea a PRISA, Zapatero promueve entrevistas en medios que no le son afines. Y lo hace después de independizar a RTVE, operación que certifica la veracidad del discurso ético sobre el poder.

Intemperie no es sinónimo de indefensión, pero también se cae en ella. La escasa comunicación del Gobierno se suele achacar a un éxito de la estrategia del ruido y la tensión del PP. Lo peor es que es también una trampa del propio discurso que presume de autolimitarse en el uso de los recursos del Estado. En un artículo reciente publicado en este diario, el secretario de Estado de Comunicación se jactaba de los límites y autocontroles impuestos a la publicidad del Gobierno, pero reconocía la imposibilidad de extenderlos a autonomías y ayuntamientos, que en manos del PP despilfarran autobombo sin control. Más que ética, parece un canto a la virginidad, camino del suicidio.

Último rasgo: Zapatero confía en su capacidad para establecer una conexión directa con los ciudadanos pero le falta construir una imagen coral: su discurso descansa demasiado en muy pocos. Ganó las elecciones bajo la marca personal de ZP, sólo tres años después de ganar, por la mínima, el congreso del PSOE. No ha tenido tiempo material para madurar un nuevo discurso colectivo en el partido, sacudirle de tics conservadores o de una imagen tosca. Necesita modernizarlo e incorporar a muchos buenos a cada tarea, sin considerar edad o familia.

Acoplar orden, discurso y método es imprescindible para conseguir que las mejores iniciativas sean percibidas por la gente y que no se diluya un discurso de izquierdas adecuado a este siglo y bien trazado. Porque la fuerza de los argumentos se mide, conviene no olvidarlo, en la capacidad de replicar a compañeros, familiares y amigos en bares y tertulias. Es en ese trabajo de muchos, que es necesario alimentar, donde se encarna una política, es ahí donde se desperezan las conciencias. El reto es inmenso y colectivo: frenar el resurgir de patrias e integrismos, poner un poco de cordura en este mundo.

Ignacio Muro Benayas, economista y experto en el mundo de la información, es secretario de ASINYCO, Asociación Información y Conocimiento.

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