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Columna
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La Valencia de Rita

Miquel Alberola

Cuando Rita Barberá resultó elegida alcaldesa de Valencia en 1991, varios pesos pesados de su partido habían renunciado a encabezar la candidatura porque los números no salían. Leopoldo Ortiz y Manuel Broseta, entre otros, no se arriesgaron a una aventura para la que todas las encuestas, incluso las propias, no contemplaban otro desenlace que la derrota. Sin embargo, Barberá, con la ayuda de variables que escaparon a los analistas, se llevó el gato al agua con la ayuda de los concejales de Vicente González Lizondo y la contribución involuntaria de miles de jóvenes progresistas que sucumbieron entonces a la moda de irse a vivir a un adosado del área metropolitana. Entonces Barberá no tenía el carisma que ahora se le atribuye. Como política era prosaica: carecía de atributos determinantes y de cualquier atractivo electoral. Ni siquiera contaba con el valor añadido de haber tenido alguna actuación a favor de la llegada de la democracia. Era la última farmacia de guardia a la que el partido podía ofrecer el regalo envenenado de carbonizarse en los banquillos de la oposición. Pero Barberá entró por la puerta grande del Ayuntamiento para quedarse, por lo menos, 16 años. Y ahora acaricia los 20, que es lo mismo que duró media dictadura de Franco. Su mito de infalible máquina de hacer votos se construyó luego, desde el poder, haciendo coincidir primero lo básico con lo prioritario (que era una parcela descuidada por los socialistas), y relajando la aplicación de la normativa (lo que, aparte de ser un caramelo transversal, relega a los socialistas al antipático papel de fiscalizadores). Todo ello, representado con una coreografía expansiva tan hortofrutícola como vacía. El vertiginoso desarrollo de la ciudad, producido por la aceleración económica de una de las sociedades más dinámicas de España, ha hecho el resto. Sustancialmente, el gran mérito político de Rita Barberá ha sido dejar hacer. Sin embargo, esa política también tiene sus riesgos porque a la iniciativa privada no le conciernen los equilibrios urbanos y sus prioridades no coinciden con las necesidades básicas. Cuatro mandatos después, la misma Valencia es una referencia tan sólida para los yates y el turismo como para los accidentes tercermundistas de metro o las explosiones de subestaciones eléctricas. Lo sublime y lo infecto son su logotipo, y entre lo uno y lo otro ya apenas queda nada.

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Sobre la firma

Miquel Alberola
Forma parte de la redacción de EL PAÍS desde 1995, en la que, entre otros cometidos, ha sido corresponsal en el Congreso de los Diputados, el Senado y la Casa del Rey en los años de congestión institucional y moción de censura. Fue delegado del periódico en la Comunidad Valenciana y, antes, subdirector del semanario El Temps.

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