Cataluña se aburre
"La France s'ennuie" escribió, Pierre Vianson-Ponté, miembro del consejo de dirección de Le Monde, unos meses antes del mayo de 1968. Vianson-Ponté advertía de que cuando un país se aburre, y especialmente su juventud, cuando el escenario de la vida pública hace bostezar a la ciudadanía, esta calma chicha puede fácilmente alumbrar una tempestad. Fue suficiente una chispa, una frase a destiempo de un ministro de Educación, una respuesta arrogante e idiota a un joven estudiante de sociología, pelirrojo, judío, alemán, anarquista y francés, que le interpeló por considerar absurda la rígida separación en las residencias de estudiantes entre chicos y chicas, a lo cual el ministro contestó que si tenía calenturas se tirara en la piscina de Nanterre. El mayo francés estalló y aunque disguste a Sarkozy aquella revolución cultural nos ha hecho a todos más libres y más tolerantes. O como titula Carme Riera su hermoso libro sobre los poetas de la década de 1950, nos hizo más "partidarios de la felicidad".
No pretendo emular a Vianson-Ponté ni profetizar revoluciones. Pero sí constatar el aburrimiento que provoca la comedia de la política formal, de los discursos institucionales y electorales, de los eslóganes y toda la retórica publicitaria que nos infligen los partidos. Nos aburrimos con los consensos y, curiosamente, aun nos aburrimos más con los conflictos. Nos aburren gobiernos y oposiciones, y, paradójicamente, aun más los debates entre candidatos. Nos aburrió la absurda aventura del Estatuto. Las peleas gallináceas de los representantes políticos cada vez que se reunían para elaborarlo y al salir de la reunión, ante los periodistas, cada uno la decía más gorda que su colega para distinguirse y marcar diferencias. Nos aburrió el simulacro participativo cuando era obvio que la ciudadanía pasaba del cuento. Y el discurso patriotero provinciano de aquí y la ridícula histeria imperial del españolismo rancio de gran parte de la clase política e intelectual de más allá del Ebro. Nos aburre que nos digan que avanzamos retrocediendo y luego que quizá deberemos retroceder más, si lo dice el Tribunal Constitucional, pero así también seguiremos avanzando. Es decir, que los actuales gobernantes nos tomen el pelo para protegernos de los opositores, ciertamente más salvajes, que pretenden arrancarnos la cabellera.
Y puestos a aburrir nos aburre y nos hace sentir vergüenza que desde los cargos públicos se invente un conflicto artificial con los escritores catalanes que escriben en castellano, al limitar su presencia en la feria de Francfort, es decir los discrimina, como si este país no fuera bilingüe.
Ahora nos infligen las campañas electorales municipales. Las caras de siempre, o muy parecidas, nos anuncian todos que representan el cambio. ¿Quién se lo puede creer? En Barcelona, sin citar nombres, jueguen a adivinarlos, es fácil. Un candidato a alcalde, que ya lo es, proclama que con él llegan las nuevas ideas. La efigie es simpática, pero las ideas, no intenten descubrirlas, no las encontrarán. Dicen que no proponer ideas es rentable electoralmente. Es decir, que además de aburrirnos nos consideran tontos. Otros acuden a la fe: se atribuyen que son lo que son de verdad, sistemáticamente, y que aunque lo parezca no se parecen a los otros aunque sí se parecen lo suficiente para acompañarles sin rechistar, excepto algunos gestos intrascendentes. Evidentemente el rostro femenino se diferencia del alcalde alcaldable. Y el tercer candidato de la comunidad de inquilinos del Ayuntamiento nos dice que debemos "usarlo" y el único argumento convincente es que pone cara de aftershave. Su imagen de alguien muy contento de haberse conocido transmite que ante todo se sirve a sí mismo, lo cual no es lo más indicado para inspirar confianza.
Si nos esforzamos en contemplar los carteles, eslóganes y declaraciones de los opositores, el escepticismo y la vergüenza ajena aumentan. El pretendiente tenaz asegura que será alcalde aunque todo el mundo sabe que no lo será, y proclama que es el más progresista de todos aunque nadie se lo puede creer. Y su irresponsable líder pretende asustarnos anunciando que pronto nos convertiremos en Beirut, o Kabul, pues somos capital de talibanes. Pero ni este disparate consigue divertirnos, no tiene gracia. El otro opositor, el que dice que es el único opositor de verdad y siempre lo será, pues ni sueña en ser alcalde, también practica la política del miedo y nos presenta una Barcelona convertida en una Dallas ciudad sin ley, asediada por hordas de inmigrantes, por bandas violentas de okupas y por delincuentes internacionales. En fin, que los que salen a la calle son suicidas en potencia. Y acusa a un gobierno municipal de cómplice por su tolerancia culpable a pesar de que aprobó unas ordenanzas de "civismo" que podría haber redactado la extrema derecha. Vaya, que nos encontramos con una oposición de aspirantes a bomberos, que pretenden crear un ambiente incendiario para acudir a apagarlo. Todo esto resulta tan poco creíble que deja indiferente, es ridículo y aburre infinitamente.
El aburrimiento no es para tomárselo a broma. Especialmente si lo que aburre es el espectáculo en el que actúan "nuestros representantes", los que deben procurar fomentar el interés de los ciudadanos pues nos necesitan, más ellos a nosotros que nosotros a ellos. Necesitan nuestros votos, nuestros impuestos y nuestro buen comportamiento, que es el de la gran mayoría de los ciudadanos. Y, sobre todo, necesitan nuestras iniciativas, nuestras ideas y nuestra cooperación.
Vivimos una época de grandes cambios. Se habla de una revolución urbana, las ciudades se extienden y devienen regiones. La sociedad se hace más compleja, más diversa, las demandas ciudadanas requieren respuestas de proximidad. Las instituciones y las políticas públicas del pasado, y el pasado puede ser de hace sólo 20 o 30 años, están muchas veces desfasadas. La innovación es una exigencia de los tiempos. No sólo la innovación económica, tecnológica o cultural. Ésta, más o menos, ya avanza por su cuenta. Pero sin innovación política el progreso se embarranca. La relación entre instituciones y ciudadanos, la adecuación de los sistemas electorales y participativos a la realidad social y territorial, le reestructuración de los gobiernos locales a las realidades barriales y metropolitanas, la invención de formas de gobernabilidad nuevas, apoyadas en actores económicos, culturales o sociales, etc. Y esta innovación política no existe.
Pertenezco a la generación de la transición y de los inicios de la democracia, de las décadas de 1970 y 1980, a la generación que en Barcelona participó en un proceso de transformación importante, pero esto es pasado. En este periodo culminó la construcción de la ciudad propia de la era industrial. Ahora se necesita un nuevo impulso innovador.
El sistema político que se ha consolidado se basa en una partitocracia que genera cúpulas formadas por mecanismos perversos que generan la adecuación al conformismo, a no moverse para salir en la foto, que penaliza la diferencia, el debate de ideas, la transgresión. Estas cúpulas forman y deciden las listas electorales, alimentan los cargos públicos, asumen las responsabilidades institucionales. Con independencia del valor desigual de los personajes, algo les une, el conservadurismo más profundo, por ideología, o por miedo a los cambios, o por intereses personales o de grupo. Y por falta de imaginación, porque no han sido seleccionados para innovar, para vivir la política como una aventura y aceptar los riesgos si no como una carrera funcionarial. Y no pueden evitarlo, nos aburren. Y si nos fijamos un poco más, nos irritan. Y alguien algún día dirá basta y será escuchado.
Jordi Borja es urbanista.
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