La urbe de silicona
De hermano rico de la industrialización en el País Vasco, Bilbao pasó a ser, en los tiempo de la Transición, no sé si el hermano más pobre, pero desde luego sí el más feo. Y padeció ese cambio precisamente cuando la industrialización perdía fuelle y nuevos espacios económicos mostraban un sorprendente dinamismo, espacios en torno a eso que en economía se denominan servicios y que abarcan toda clase de actividades etéreas: cultura, arte, turismo, asesoramiento... esas cosas cuyo valor añadido es tal alto (tan etéreo) que nadie alcanza nunca a concretar. Pero Bilbao no había tenido casi nada que ver con las actividades etéreas.
Nada menos etéreo que Bilbao, un biotopo donde la ciencia siempre ha desembocado en la ingeniería y las letras en la abogacía o la gerencia empresarial. Las gentes de Bilbao vivían de actividades sobrias, prácticas, nada inclinadas a la retórica verbal o a la sofisticación estética. Pues bien, la dura reconversión de los años ochenta acabó con ese modelo y nos dejó cara a cara con nuestras carencias, precisamente en un momento en que el mundo buscaba el desarrollo económico más allá de la grasa de los talleres y la colada de los altos hornos. Varias generaciones de bilbaínos crecieron bajo la premisa de que aquella caída era un proceso sin retorno, que nos esperaba la decadencia más irremediable y que la preeminencia de Bilbao como núcleo demográfico y urbano era cosa del pasado. Me temo que muchos, además de los bilbaínos, pensaron lo mismo que nosotros, y que incluso se excedieron en la petulante exposición de esas razones: no hay más que hacer hemeroteca.
Nos hemos gastado tanto dinero en silicona urbana, que todavía no hemos acabado de pagar la factura del cirujano plástico
La euforia que desencadenó el inesperado proceso de recuperación de Bilbao permanece aún a las puertas de una nueva contienda electoral
Pues bien, asombrosamente, Bilbao experimentó un inesperado proceso de recuperación. Ese vieja yegua por la que nadie daba un duro en las carreras volvía a competir. Lo bueno, o lo malo, es que la euforia que desencadenó semejante vuelco psicológico permanece aún hoy, en 2007, y a las puertas de una nueva contienda electoral. Bilbao no ha salido aún de ese ensueño que ha vuelto a ponerlo en el mapa. Es que vamos de inauguración en inauguración (Aunque estos días las inauguraciones, al parecer, están prohibidas), y no paramos de inaugurar. No dudo de que haya ciudades hartas de sí mismas, ciudades hastiadas de mirarse en el espejo de una belleza real o imaginada. Pero nosotros no hemos llegado todavía a semejante grado de cansancio existencial: nos hemos gastado tanto dinero en silicona urbana que aún no hemos acabado de pagar la factura del cirujano plástico.
Sin duda habrá aún muchas cosas por hacer y los accesos a Bilbao por Sabino Arana o Matiko reclaman dotar de mayor preeminencia al peatón con relación al automóvil, pero de una u otra manera la villa se mantiene en estado de gracia. ¿Qué le falta a Bilbao? Quizás la conciencia de fracaso que le acompañó durante un par de décadas a finales del siglo pasado. Si eso es lo que falta, mejor no meneallo.
Y al margen del trasfondo municipal, hay que reconocer el esfuerzo que hacen nuestros políticos a lo largo de la campaña para hacerse notar. Eso es lo más reconfortante de la actitud de los servidores públicos: su carácter promisorio, un carácter que, en las elecciones locales, brilla con fuerza especial. ¿Cómo no sentirse bien? Todos hablan de nuestro barrio y de cómo van a cuidar de nuestra abuela. Todos cifran la pasta que nos darán si engendramos un nuevo vástago y señalan las zonas verdes que dentro de poco se abrirán a nuestros pies. Se interesan por nosotros y expresan de forma clara en qué consisten sus proyectos. Las líneas 3, 4 y 5 del metro parecen encontrarse a la vuelta de la esquina y donde no proyectan un centro para jóvenes es porque allí ya está en camino un centro para mayores.
Pero hay que reconocer que en esas conductas, de profunda raigambre electoral, Bilbao no cuenta con elementos distintivos. Nuestros políticos locales no son ni más ni menos generosos que los de otros insignes municipios y no van a hacer por nosotros ni más ni menos que sus compañeros. En efecto, los candidatos bilbaínos se gastan el dinero en nosotros con la misma prodigalidad con que lo hacen los demás políticos del mundo. Y es que en esto, ciertamente, no puede decirse que ser de Bilbao, ciudad liberal donde las haya, suponga un elemento distintivo. Porque la esplendidez de los bilbaínos en el gasto del dinero ha tenido siempre un carácter singular: hacían uso de su propia fortuna. Los políticos bilbaínos, en cambio, son como los de todo el mundo: se dedican a ser generosos con el dinero de los demás. Lo cual, por mucho que se empeñen, no es lo mismo.
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