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Columna
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Bibliópata

He dado un par de paseos por la Feria del Libro de Sevilla, solo y en compañía, me he detenido en las casetas, he consultado algunos volúmenes, me he cruzado con amigos e incluso he verificado la presión de la cerveza que sirven en el bar. Después de todo ello, me encuentro en condiciones de asegurar, si la cordura no me traiciona, que no pienso regresar. Y no por la Feria, que está muy bien, sino por mí, porque existen lugares a los que no deberían permitir aproximarse a los enfermos. De los diversos males vinculados a la letra impresa, creo sufrir el más letal para la cuenta corriente y la paciencia del cónyuge: algo que a falta de término más certero sólo consigo calificar de bibliopatía. La bibliofilia nos hace amar los ejemplares extraños, que el tiempo, los defectos de impresión o la rúbrica del autor convierte en únicos; la bibliofagia ataca al apetito y convierte a su víctima en vampiro, una criatura taciturna y lúgubre que rehuye el contacto humano y las bendiciones del sueño porque no consigue detener la lectura; la bibliorrea, padecida por insignes maestros de la talla de Balzac y Dickens, consiste en producir páginas sin descanso, con las mismas incomodidades del vómito y la colitis. En cuanto a mi dolencia, que creo compartir con otros cerebros irrecuperables como el novelista César Mallorquí o ciertos eruditos a los que caricaturizaron Séneca y Luciano, se revela por la acumulación indiscriminada de libros. Encontramos en ese inocuo paralelepípedo de papel y cuero un objeto de tal sensualidad que no cesamos de perseguirlo por los escaparates, los anaqueles de colecciones ajenas y los ropavejeros; nos lo llevamos a casa camuflado bajo el abrigo, con el mismo recelo de quien oculta material pornográfico o protege del aire una porcelana demasiado valiosa para sufrir el roce de las mariposas; lo repasamos en la soledad del dormitorio, acariciando sus márgenes, henchidos de la turbia satisfacción del avaro ante su monedero. El libro pasa de medio a fin: la pasión prescinde ominosamente de todo motivo práctico.

Entre los estantes de mi biblioteca, esa jungla tupida por la que juego al explorador, hay títulos que sé que jamás leeré pero que hojeo en ocasiones, deteniéndome en una línea al azar, paladeando el color de una ilustración que brota intempestivamente al desplegar las páginas. Son obras que rescaté de la librería en que languidecían porque me alertó un título exótico, porque el diseño del frontispicio me hacía señas, porque el aburrimiento siempre se complace en lo superfluo y estéril. Así almaceno en el salón, el estudio y los cuartos interiores cosas como la Historia de los infiernos de Georges Minois, la enciclopedia sobre laberintos de Paolo Santarcangeli o una versión, amputada y francesa, de la Anatomía de la melancolía de Robert Burton. A veces penetro en la edición facsímil del Tratado de esgrima de Eudaldo Thomas, que cuenta con unos estilizados grabados del siglo XIX, o degusto el castellano bárbaro y certero de Casiodoro de Reina, cuya Biblia del Oso contiene la primera traducción hispánica de las penurias de Job y Tobías. La bibliopatía es una enfermedad incómoda para la familia y los compañeros de piso. Como en una pesadilla de Cortázar, los libros van apropiándose lentamente de las habitaciones, ganando los rincones y las cómodas, amenazando a los seres humanos con robarles el espacio necesario para caminar o asearse. Lo peor es saber de sobra, como me repite desesperada mi pareja, que todo este acopio es inútil, que las matemáticas más sucintas muestran a las claras que jamás contaré con tiempo suficiente para ingurgitar la miríada de volúmenes que invaden mi casa. Por eso no quiero regresar a la Feria, porque sé que tendré que rebañar un hueco imposible en la alcoba o el pasillo para refugiar una Historia del infinito o la biografía de un filósofo holandés que jamás me revelará el último de sus secretos.

Platón desconfiaba de los libros y alegaba con desprecio que no saben responder cuando se les pregunta, a diferencia de ciertas personas que no viajan en autobús. No responden, por suerte. Igual que los juguetes que atesoraba el poeta checo Jiri Orten dicen sí a todo: serían espléndidas amantes.

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