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Columna
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El Gernika de Larrea

Quien contemple, con atención no desprovista de afecto, mas sin afectación ni indiferencia, el Guernica de Picasso, notará que sus ojos se deslizan suave e imprevisiblemente hacia alguno de los objetos, animales o personas que el pintor trasladó, consciente de su valor, al cuadro, y que, en conjunto, lo han convertido en un alegato artístico contra la barbarie humana. Hay quien mira al hombre primitivo, que no tuvo a nadie que velara por él, y pintó animales para ahuyentar sus miedos en Altamira; hay quien se fija en el caballo; hay quien advierte el toro, porque el momento del bombardeo coincidió con el gran día de la feria; hay quien se fija en una mujer que porta una antorcha, un quinqué pequeño, una eterna luz, imagen que puede ser interpretada como símbolo de esperanza, no de un pueblo, sino de la humanidad castigada por la atrocidad de la guerra.

El poeta aconsejó a Picasso que el encargo para el pabellón español de París tomara como tema la villa martirizada

Hay muchas historias sobre Gernika y sobre el Guernica. La última, por ahora, ha sido escrita por Bernardo Atxaga, Markak, Gernika 1937, aproximación del autor al bombardeo y a la historia sobre el bombardeo, y a la historia sobre el cuadro que denuncia el bombardeo. Es, asimismo, un viaje aéreo sobre la literatura que acompaña al cuadro, una reflexión que vuela en círculo (no como los aviones que aquel día dejaron su semilla de dolor), y que se acerca y se aleja del tema, para acotarlo, o intentarlo.

Hay más historias; incluso alguna hay que pueda pasar por intrascendente, por tener que ver con la cotidianidad trágica, a la larga, de la existencia de todos nosotros. El café Flore tiene un papel importante en la gestación del Guernica. Allí, en ese lugar mitificado por los seguidores del existencialismo francés, por los admiradores de Jean-Paul Sartre, Simone de Beauvoir y Albert Camus, fue donde el poeta bilbaíno Juan Larrea le dio la noticia del bombardeo de la capital sentimental y simbólica de los vascos a Pablo Ruiz Picasso.

Era el 27 de abril de 1937, un día después de la masacre, primavera en París. Pablo Picasso tenía 55 años, era famoso, inestable sentimentalmente, como casi todos los artistas. Olga Koklova, su mujer legítima, era un nombre en el desierto del olvido; acababa de separarse de Marie-Thèrèse Walter, quien le dio una hija, Maya. Era menor de edad cuando Picasso la conoció, y se encaprichó de ella. "Un hombre tiene siempre la edad de la mujer que ama", escribió Picasso, inspirado y lleno de pasión por la Walter. En esa época, Theodora Markovitch, de nombre artístico Dora Maar, se había hecho un hueco en el universo afectivo del pintor. Ella era joven pero tenía mucha experiencia, no solo en el terreno del arte, sino en el de la vida, que es diferente. Para entonces eran conocidas las fotografías de la ciudad de Barcelona realizadas en 1934, en plena época republicana, y el retrato de Ubu Rey, personaje de Alfred Jarry (¿A dónde ha ido a parar todo este surrealismo desarmado?, ou sont les neiges d'antan?) Dora Maar se había relacionado con personajes como Cartier-Bresson, Claude Brassaï, artista que retrató los bajos fondos parisinos, envueltos en humo y niebla, y que es autor de un interesante libro donde narra su relación verbal con Picasso. Había sido amante, entre otros, de Georges Bataille, niño disfrazado de sátiro o sátiro vestido de niño. Picasso había conocido a la mujer unos años antes. No fue en el Flore, como se dice, sino en Les Deux Magots, que no está lejos del otro y que puede presumir de historia, también como el otro. Dora estaba citada con el poeta Paul Eluard, que también tiene que ver con el Guernica, pero de otro modo.

En la Exposición de París del año 1937, junto al cuadro de Picasso se expuso un poema de Paul Eluard titulado La Victoria de Gernika: "El miedo y el valor de vivir y de morir./ La muerte tan difícil y tan fácil". La verdad es que Eluard ha resistido mejor el paso del tiempo que Louis Aragon. Quizá tenga que ver en ello su trayectoria durante la guerra, cuando su poema Liberté fue lanzado en forma de octavilla sobre los campos de Europa. Paradojas de la técnica, aviones que lanzan muerte en Gernika, y aviones que lanzan vida, en forma de poema. Los estudiantes de la Sorbona, en mayo del 68, abuchearon a Aragon, de lo cual no se recuperó el poeta. A Eluard, cuya historia es, en cierto sentido, paralela a la de Picasso, el tiempo lo ha rejuvenecido, afortunadamente.

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Dora Maar entró fascinante y estruendosa, con un vestido largo y rojo, como mandaba los cánones de la época, con guantes, "escandalosamente bella", como escribiría el propio Picasso, sensible al aura que desprenden las cosas. Picasso comía; cerca de él latía poéticamente Eluard. Él los presentó. Picasso la miró y naufragó en aquellos ojos verdes. Ella apenas parpadeó. Luego se quitó los guantes, como más tarde lo haría Rita Hayworth ante un perplejo Glenn Ford, en Gilda, y aparecieron, así lo narran los testigos, unos dedos esbeltos y gráciles, unas uñas, largas, afiladas, de color escarlata. La realidad no es que no es que sea más poderosa que la ficción; simplemente, es anterior.

Años más tarde, Palau i Fabre, poeta catalán y amigo de Picasso, recordaría su estancia en el café Flore. Dora Maar jugaba a clavarse un cuchillo entre los largos dedos de su mano derecha, hasta sangrar, con el fin de atraer la atención de Picasso. Él tomó sus manos y le dijo que su sangre era tan hermosa como la de los toros en la plaza.

Volvamos a la historia del cuadro. Sabemos que Juan Larrea aconsejó a Pablo Picasso en el café Flore que la obra encargada para el pabellón español de la Exposición Internacional tomara como tema Gernika, la villa martirizada. Pablo Picasso, hombre excepcional, que sabía el lugar que ocupaban los acontecimientos, enseguida entendió el aviso. También Dora Maar. Ella es quien porta la luz en el cuadro, esa luz que significa futuro o mujer, que a veces es lo mismo.

De Juan Larrea pocos se acuerdan; pocos lo reivindican, excepto los poetas, claro.

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