¿Hay controversia?
Este periodo electoral, donde se juegan -¡qué precisa expresión!- los futuros municipales, nos ha caído encima con la fuerza de una moda irresistible casi unificando las tierras de España donde campaba la singularidad. Salvo la picardía socarrona de los vascuences que, destilan de su pequeñez demográfica un protagonismo desmesurado, el resto se ha dejado contaminar por los usos que la televisión nos ha traído, especialmente del vecino país francés. No recuerdo -algo que carece de importancia intrínseca- una curiosidad tan alta y de tanta calidad como la que mostramos por estos últimos comicios quizás porque tampoco fuéramos muy conscientes de que allí se estaban produciendo fenómenos nuevos, escasamente reseñados.
Hemos tenido un 'remake' muy digno, en la tríplica de los candidatos del PSOE, PP e IU: Sebastián, Gallardón y Pérez
Para quienes nos interesó la política francesa -platónicamente, claro está-, funcionó siempre un sentimiento de admiración paleta hacia aquellos contrincantes que surgieran de la derecha, de las extremas izquierdas, de los vergonzantes centros, poseían un marchamo de origen: casi todos procedían de la misma cantera, tuvieron pareja formación, expresaban unas similitudes prefabricadas y, también, una especie de similar resentimiento inicial y nutricio. La clase política la formaban los enarcas. Se reconocían entre sí, solían utilizar parecidos trucos dialécticos y la camaradería se adivinaba hasta en los momentos de más encarnizada pugna. Los enarcas son los que cursaron estudios en la superferolítica Ècole National de la Administration. Academia elitista, formaba gente de izquierdas y de derechas, comunistas o rabiosos nacionalistas. Enarcas fueron Pompidou, Giscard, Chirac, Marchais, Balladur, el supertránsfuga Mitterrand y lo son la última heredera Ségolène Royal y su marido. Si no todos, la mayoría y muchos más.
Por primera vez, aparece una métèque armando ruido, un extranjero, llegado de las llanuras de Panonia, esos húngaros a los que siempre -venga o no a cuento- se les asigna ascendencia judía, alzado con el santo, la limosna y las llaves del Elíseo. Para el común de los españoles el asunto tiene menos trascendencia, habituados al tráfico de dineros y de lo que se pesque, como toda la vida. Hubo interés intelectual por el debate del Norte, especialmente por lo que más atrae, la escenografía, esta vez la postura vertical ante los atriles, la concordada elegancia en el vestir. Quedaba un poco chaparrito Sarkozy, sumamente esbelta, entronizada en los tacones, la madura y atractiva candidata socialista, aunque de uno a otro lado silbaban los latigazos retóricos, más fríos y despectivos los femeninos, lo que quizás no estuvo acertado, a juzgar por el arqueo final.
Hemos tenido un remake muy digno, en la tríplica de los candidatos del PSOE; el PP e IU madrileños, Sebastián, Gallardón y Pérez, donde se han guardado las formas, lo que ya era hora en nuestras broncas convocatorias. Los mayores -a ellos me remito habitualmente en la confianza de que si yo me equivoco tampoco ellos andarán sobrados de precisión memorística- es posible que recuerden la zafiedad de los debates. En primer lugar, no solían serlo, sino monólogos establecidos en una plaza de toros, cuando repicaba gordo, o en el cine local, el salón de actos del Ayuntamiento o, en menester de causa, la cuadra del lugar, donde, si era indispensable, hacían salir a las caballerías que, al fin y al cabo, carecían del derecho al sufragio. Fue una de las primeras anécdotas que escuché cuando tuve la suficiente dosis de razonamiento como figurante en una célula política. Se trataba de un mitin ofrecido en algún lugar perdido del centro de España. La convocatoria, después del rudo trabajo en las eras, las ideas, pocas y las cabezas recalentadas en la sementera.
A poco de comenzar el acto político, se escuchó una voz, hacia el fondo, de alguien que cuestionaba: "¿Hay controversia?". Demanda prematura que se rogó aplazar para el final mitinero, aunque, con cierta cadencia, la misma ronca voz, recordaba: "¿Hay controversia?". Llegados al fin de las intervenciones preconcebidas, el alcalde que presidía, alzó la vista sobre la amarillenta penumbra que envolvía a la recia concurrencia que rezumaba sudor y democracia e invitó al que tantas veces había interrumpido.
-¿Hay ahora controversia?
-Sí, compañero -fue la alentadora respuesta-. ¿Qué quieres decir?
-Pues que me cago en su padre -fue la sorprendente y breve teoría.
Parece que, en éstos nuestros días, tampoco brillan el debate y la polémica, pero lo importante es que se salven las formas. Y se lleven a cabo los recuentos con limpieza y, si fuera posible, fijeza y esplendor.
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