Para peatones
Una Barcelona algo más portuaria y algo menos diseñada. Humana, pero no sucia. Una Barcelona que se asome a los balcones, no sólo porque habrá desaparecido la peste a orines nocturnos que nos asalta al abrir los postigos y subir las persianas, sino porque el ansia de mirar, de observar, de contemplar, nos arrebate a pesar de ser gratuita.
Una Barcelona por cuyas calles poder badar -encantarse, hacer el manta, rular-, sin que me arrollen la madre apresurada que empuja el coche de su bebé, el turista que arrastra de cualquier manera la maleta camino de su pensión, el niño de la bici o el niño de la moto. Una Barcelona para peatones, en cuyas esquinas no se pudran los restos de varios millones de platos de gambas, amalgamados bajo el sol en los contenedores.
Una Barcelona en donde uno pueda sentarse a la terraza de un bar cercano a un museo del Raval sin temer que la rastafari que le pide la comanda en patines reaparezca seis horas después con el pedido. Y con gigantes y cabezudos, siempre.
Maruja Torres es periodista y escritora
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