Inmovilismo eclesiástico, democracia imperfecta
La Iglesia Católica no cambia. Sigue permanentemente intentando influir sobre la vida política española, sin asumir que en un Estado democrático moderno estas interferencias cotidianas en lo político forman parte de las extralimitaciones de su función social.
El gran problema de la Iglesia en nuestro país es su forma de entender la democracia. Tras cientos de años de gran influencia pública, y tras compartir sus doctrinas ideológicas y condenatorias con todas las manifestaciones históricas de poder que se negaron al progreso, seguimos observando cómo se niegan a aceptar el papel social que la sociedad española decidió que ocupara la Iglesia Católica. El problema es que el derecho a intervenir y decidir en las cuestiones públicas, adquirido y mantenido como un poder irrenunciable a lo largo de los años, donde la capacidad política para tomar decisiones les correspondía por ley, no puede ser ejercido en nuestros días. La verdadera separación Iglesia-Estado, además de ser aún una asignatura pendiente en nuestro país, es uno de los principios irrenunciables de una auténtica democracia, donde las instituciones políticas y no las religiosas tienen la capacidad de tomar decisiones políticas. Esto es así no por capricho, sino porque garantiza que los mecanismos de actuación política actúen en función de las decisiones de los representantes elegidos por sufragio universal, pilar fundamental de un Estado de derecho.
"Las religiones, como las luciérnagas, necesitan oscuridad para brillar", decía Schopenhauer. En un país tan crispado políticamente como el nuestro, la Iglesia debería brillar menos en la vida política. Así obtendrá más y mejor luz nuestra democracia.
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