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Tribuna:Feria de San Isidro
Tribuna
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La flor sacrificial

De las muchas teorías que han intentado explicar la misteriosa complejidad de las corridas de toros de muerte, a mi juicio, destaca por su coherencia la que identifica nuestra fiesta con un rito cuyo sentido sólo se ilumina a la luz de los descubrimientos que la Antropología y la Historia Antigua han realizado en los rituales que acompañan a los sacrificios cruentos. La poesía, a veces, intuye los misterios que se resisten a las ciencias positivas: así, un poeta como Antonio Machado, con una enigmática clarividencia, pudo llamar al matador sacerdote de un dios desconocido.

La principal tarea del oficiante es asumir su condición de sacrificador, y para ello debe realizar las acciones necesarias, siguiendo un programa estrictamente codificado, para extraer a la víctima de su banal cotidianidad, para ir elevándola a una esfera de más en más sacralizada. Pero aunque la violencia sacrificial contenga el impulso necesario para que la víctima trascienda su estado natural y alcance el sagrado, los ritos sacrificiales se caracterizan también por la obsesiva ocultación de esa violencia. Charles Malamoud, el gran especialista francés en los sacrificios védicos que aún practican los brahmanes en la India contemporánea, subraya la ocultación de la violencia que procuran estos rituales védicos a partir de las prácticas lustrales, a partir de la inmediata de limpieza de cualquier gota de sangre vertida, de toda señal de violencia que el ritual haya descubierto.

La corrida de toros en tanto que rito sacrificial debe cumplir meticulosamente esta exigencia litúrgica. Cualquier espectador que se halle situado cerca del callejón podrá observar la actividad frenética de limpieza de las evidentes trazas de sangre con que los instrumentos de torear quedan manchados en el ejercicio de la lidia. Mozos de espada, ayudas, incluso peones se afanan, tan pronto como el toro dobla, con trapos húmedos y cepillos a eliminar cualquier rastro de sangre de los capotes, estoques, descabellos y puntillas. Dentro de esta firme exigencia es como se comprende la prisa, el galope de las mulillas, el restallar de los látigos, al retirar el despojo del sacrificio; inmediatamente intervienen los areneros con escobas, rastrillos, palas y espuertas para retirar la sangre vertida, para cubrir con arena limpia el ruedo manchado. Mientras tanto el matador escondido en tablas se asea. Sólo cuando han sido borrados los signos de la violencia no sólo en el ruedo sino también en las manos, en la faz del matador sale éste a recibir el homenaje del público sacrificante, del pueblo edificado por la perfección del ritual.

Cuando se siguen los relatos de los cronistas de América o se contemplan las imágenes de los códices donde se guarda la memoria de los sacrificios que tenían lugar en los territorios dominados por las sociedades aztecas o mayas, se observa cómo las víctimas sacrificiales eran adornadas antes de ser inmoladas. Marcel Mauss, otro de los grandes intérpretes de la institución sacrificial, recuerda que es con la ayuda del ornamento como la ofrenda se sustrae a la vida profana e ingresa en la sagrada. Las banderillas de colores, clavadas alrededor de la herida abierta por el picador, señalan y ocultan, como los pétalos de una flor temblorosa -la flor letal de los sacrificios-, el cáliz rebosante de sangre por donde el toro recibirá la muerte.

Pedro Romero de Solís es antropólogo y presidente de la Fundación de Asuntos Taurinos de la Real Maestranza de Caballería de Sevilla.

Antoñete, durante una corrida en Leganés en 1999.
Antoñete, durante una corrida en Leganés en 1999.CLAUDIO ÁLVAREZ

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