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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

La razón de Estonia

Si en España nos parece bien que se supriman las estatuas y nombres de calles del franquismo, Estonia está en todo su derecho de mover del centro de Tallin el monumento del soldado de bronce que erigieron los soviéticos en recuerdo de la liberación del yugo nazi. La Unión Europea, en cambio, no debe tolerar que Rusia corte el enlace ferroviario con Estonia por el que entran mercancías equivalentes a un 20% del PIB del país. Estonia merece toda la solidaridad de sus socios frente al ahogo del vecino gigante, pero éstos lo hacen con la boca pequeña, pues consideran también que es necesario recuperar la serenidad en esta crisis.

El soviético, con 27 millones de muertos, fue un sacrificio decisivo para derrotar a Hitler y el nazismo. Como gesto constructivo, pero juzgado insuficiente por Putin, el Gobierno estonio depositó en vísperas de la celebración del 9 de mayo una corona en la nueva ubicación de la estatua en un cementerio. Los estonios, como los lituanos y letones, no olvidan que, en su caso, más que una liberación, aquello fue una reocupación, pues Hitler cedió los países bálticos a Stalin por el infame pacto Ribbentrop-Molotov de 1939.

Si la transición española nos muestra algo, es que no hay que olvidar, pero tampoco reabrir heridas del pasado. En algunos países de la otrora Europa del Este se están cometiendo excesos respecto al pasado que tienen efectos presentes preocupantes. En la Polonia de los gemelos Kaczynski, la negativa de un personaje como Bronislaw Geremek -uno de los dirigentes de Solidaridad que se opusieron al anterior régimen- a declarar si colaboró con los comunistas le ha llevado a perder su acta de diputado en el Parlamento Europeo. Se le ha aplicado la llamada Ley de Lustración, que nada tiene de Ilustración. Ésta no es la Europa de la unidad y reconciliación ni de una ciudadanía común, sino la de la revancha rayana en el absurdo.

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En Estonia viven 400.000 rusohablantes, una cuarta parte de la población total, que están ahí por los avatares de la historia. Cien mil mantienen la nacionalidad rusa, al haberse negado a adoptar la estonia, para la que se exige un examen de conocimiento elemental de la lengua local. Se han quedado como no-ciudadanos. Eso tampoco es aceptable. Los otros países bálticos han sido más flexibles. En política, la razón debe ser también razonable.

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