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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

La lección del Ulster

Han sido necesarios nueve años de negociaciones desde el Acuerdo de Viernes Santo para alumbrar este 8 de mayo el comienzo de un poder democrático y compartido entre enemigos históricos en Irlanda del Norte. Aquel acuerdo de 1998 llegó muchos años después de que el odio religioso y político convirtiera la provincia británica en un baño de sangre, con 3.500 muertos. Este compromiso que ahora sienta juntos en el Gobierno del Ulster al ultrarradical protestante Ian Paisley, de 81 años, como primer ministro, y al ex pistolero del IRA Martin McGuinness, de 56, como viceprimer ministro, es el premio a la paciencia política y a la voluntad colectiva de hallar un punto de encuentro lejos de la violencia armada.

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Para llegar al desenlace de uno de los conflictos más enquistados de nuestro tiempo ha sido necesario un requisito previo a todo el proceso, y es la profundización en la idea de que asesinatos y negociaciones no pueden ir de la mano, y de que todos los actores implicados, y de manera fundamental los habitantes del Ulster -protestantes y católicos-, debían llegar al convencimiento de que existía un camino político capaz de satisfacer algunas de sus aspiraciones fundamentales. Los hechos, a través de una formidable carrera de obstáculos y de sangre derramada, han demostrado que era así.

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Aunque impensable hasta hace muy poco tiempo, el compromiso entre enemigos que devuelve a Irlanda del Norte su autonomía en un Parlamento de 108 escaños y con un Gobierno de 10 ministerios (Westminster se reserva por ahora las cuestiones de defensa, inmigración e impuestos) no es una panacea. Habrá dificultades -económicas en primer lugar, en una provincia absolutamente dependiente del dinero de Londres-, amargas discusiones entre uno y otro bando, o días en que todo parecerá desplomarse. Entre otros motivos porque el acuerdo no ha sido conseguido por partidos moderados, que han ido quedando sepultados por el camino, sino entre formaciones radicales. Pero, pese a ello, en el Ulster presumiblemente se han acabado aquellas primeras páginas de sus periódicos convertidas en denigrante catálogo de la violencia sectaria que asolaba a una sociedad dividida. Dicen quererlo así los dos partidos más votados y que asumen la responsabilidad del poder: los unionistas de Paisley, que desean la permanencia en el Reino Unido, y el nacionalista y básicamente católico Sinn Fein, brazo político del IRA, cuyo objetivo es unirse a la República de Irlanda.

El Gobierno compartido en Irlanda del Norte es el colofón a la carrera del primer ministro británico Tony Blair, que no por casualidad anuncia esta semana su despedida del cargo. Pero con el líder laborista y su homólogo irlandés, Bertie Ahern, otros muchos dentro y fuera han colaborado a que ayer se configure como un mojón de esperanza para Europa en su conjunto. El Ulster, siempre tan asociado a la tragedia, puede presumir hoy de poder exportar al resto del mundo el regalo de una oportunidad decisiva para la convivencia y de lecciones para otros conflictos, tal como ha subrayado atinadamente Blair en su discurso.

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