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Tribuna:TRIBUNA SANITARIA
Tribuna
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La intervención del Estado en la salud pública

Las recientes intervenciones del Gobierno relacionadas con la salud pública merecen alguna reflexión más allá de la miseria intelectual con que suelen debatirse. En una sociedad desarrollada como la europea (me limito intencionadamente a este marco geopolítico), en la que valores que han supuesto, desde la Ilustración, motor de principios y logros irrenunciables, no se ha planteado una deliberación sobre en qué medida debe buscarse el equilibrio en estas cuestiones, entre los deberes del estado con relación al bien común y los derechos de las personas derivados del principio de autonomía (el tercer imperativo categórico de Kant).

Lo que llamamos salud pública nace a finales del siglo XVIII en Europa, en dos contextos sociopolíticos y económicos muy distintos: la Austria del despotismo ilustrado y la Gran Bretaña en los comienzos de la revolución industrial. Estos escenarios dieron origen a dos modelos muy distintos en la forma de plantear la intervención del Estado en problemas de salud pública. El austriaco estuvo protagonizado por un gran clínico, J. P. Frank, que fue el primero en exponer explícitamente la importancia de los factores sociales en la génesis de las enfermedades, en su celebre discurso de 1790 en la Universidad de Pavía. Los supuestos políticos de Frank son los típicos del despotismo ilustrado y ese fundamento ideológico le conduce a la doctrina de la policía sanitaria (vigilancia y control por parte del estado absoluto del bienestar de sus súbditos).

Reglamentar hasta lo más mínimo es el camino para que pronto llegue una directiva que prohíba el tocino en el cocido

De características completamente distintas de las de la obra de Frank, fue la actividad desarrollada por el sanitary movement británico. En este caso, no es un consejero del monarca absolutista el que marca las pautas, sino la iniciativa individual y privada de un grupo de personas de profesiones muy heterogéneas que tenían como común denominador su pertenencia a las clases medias y su ideología basada en la new philosophy (humanitarismo y pragmatismo como notas características) y que organizaron las primeras campañas de política sanitaria moderna.

En definitiva, tenemos inicialmente dos modelos para alcanzar un mismo objetivo: el primero impositivo basado en el principio del paternalismo médico-político; el segundo, de respeto a la libertad del individuo, pero no por un ideal abstracto, sino por el convencimiento del papel de la educación en la consecución de los objetivos, por pragmatismo. Las ideas de Frank y las numerosas contribuciones británicas fueron incorporadas por la Revolución Francesa en un nuevo contexto político: la Declaración de los derechos humanos de 1789.

Esquematizando la evolución histórica del proceso, podemos afirmar que los problemas sanitarios han ocupado la atención de la ideología conservadora en la medida en que de ellos se derivan consecuencias económicas importantes. Por el contrario, los idearios progresistas hicieron bandera del derecho a la salud junto a las demás reivindicaciones típicas de los movimientos proletarios en la segunda mitad del XIX y el XX. Es en este contexto en el que comienza, no a cuestionar, pero sí a matizar, el dogma fundamental de la economía liberal: la libertad de mercado. Los grandes higienistas del siglo XIX se esforzaron en demostrar que las inversiones en salud pública eran rentables y que el laissez-faire no era aconsejable.

Se ha visto en Bismarck al fundador del llamado "Estado de bienestar" por la creación a finales del siglo XIX, con objetivos claramente electoralistas, de un sistema de seguro médico conocido como Krankenkassen ("cajas de enfermos"), que protegía al trabajador frente a los accidentes, la enfermedad y la vejez. La crisis económica de 1929-1931 pondrá sobre el tapete la necesidad de un nuevo planteamiento económico para hacer realidad el derecho a la salud. Esa nueva economía fue la propuesta por el economista inglés Keynes y su traductor al mundo de la sanidad, William Beveridge, y el National Health Service británico (1942). A pesar de los esfuerzos de Roosevelt y de los dos presidentes más keynesianos, Kennedy y Lindón B. Jonson, el llamado "Estado de bienestar" no ha tenido presencia en EE UU. En Europa, fueron mayoritariamente Gobiernos socialdemócratas quienes lo implantaron tras la II Guerra Mundial. Todo ello en un contexto económico favorable. No es de extrañar que a partir de la crisis económica de 1973 muchos pregonaran la tumba del "Estado de bienestar", pero sin llegar a un consenso en las alternativas de futuro. El liberalismo económico propuso el retorno a la ortodoxia (neocom). El marxismo, por su parte, vio en la crisis una demostración más de la necesidad de instaurar el socialismo real. Pero lo que era evidente, como estudió Martin Anderson en su libro Welfare (1978): "The impossibility of radical welfar reform".

El "Estado de bienestar" lo inspira un concepto de salud que la OMS definió en 1946 como un derecho humano fundamental, que no consiste simplemente en la ausencia de afecciones o enfermedades, sino en un estado de completo bienestar físico, mental y social. Cuando en 1979, la misma organización convoca en Alma-Ata una conferencia internacional se ratifica en ese concepto de salud, pero como un intento de interpretación aporta nuevos puntos de vista importantes. Por lo pronto, la utopía del "completo bienestar" queda atemperada con el establecimiento de "niveles de salud", y al referirse al objetivo de "salud para todos en el año 2000", insiste en que se refiere al nivel primario, que define como aquel que permite a los seres humanos "llevar una vida social y económica productiva". Si en la definición de 1946, salud era igual a bienestar, ahora salud es igual a productividad; si allí era un "bien de consumo", aquí aparece como un "bien de producción". Por lo demás, frente al modelo vigente de medicina en el periodo de bonanza, que pivota sobre el hospital en la asistencia y el especialista en lo profesional; se postula que "la atención primaria de salud es la clave para alcanzar esa meta como parte del desarrollo conforme al espíritu de justicia social".

Esta nueva situación es la que inspira el cultivo al máximo de "hábitos de vida saludables". El objetivo es claro, el problema está en los medios adecuados. Es evidente que ello supone previamente una serie de logros básicos del "estado de bienestar". Pero regular hábitos y comportamientos significa encauzar modos de vida, es decir, valores del individuo, y la forma de intervenir sobre ellos requiere un debate previo de la legitimidad del estado para imponer ciertas medidas que limiten la libertad del individuo en comportamientos relacionados con su salud (claro está, nadie discute la prioridad del bien común). Es un debate entre la ética externa o legal y los valores internalizados.

En el seno de la Comunidad Europea, nos dicen, intentan salvar el "Estado de bienestar" en el contexto de la crisis. Sin embargo, cuando no hay una deliberación en cuanto al significado de los medios, los resultados suelen ser contradictorios. De hecho, un Gobierno socialdemócrata puede coincidir con los planteamientos más conservadores fundándose en una "racionalidad estratégica", que prescinda de los principios molestos en un contexto determinado. Intentar construir una Europa a golpe de "racionalidad estratégica" con la ayuda de una turbamulta de funcionarios adocenados, reglamentar hasta lo más mínimo es el camino para que pronto llegue una directiva que prohíba el tocino en el cocido madrileño o el chorizo en las migas de pastor.

No pongo en duda la necesidad de incentivar hábitos de vida saludables y el desarrollo de programas para educar en salud, me parece que forma parte de la responsabilidad del Estado y no sólo por razones económicas sino también éticas. Lo que no puedo compartir es que, en virtud de esa "racionalidad estratégica", volvamos a los viejos planteamientos de la policía sanitaria.

Emili Balaguer Perigüell es catedrático de Historia de la Medicina de la Universidad Miguel Hernandez de Elche (Alicante).

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