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Columna
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Pagar para reformar

Ángel Ubide

¿Por qué es tan difícil acometer las necesarias reformas estructurales en una economía? En general no es por desacuerdo respecto a las medidas necesarias, sino porque la reforma estructural típicamente implica eliminar derechos adquiridos a lo largo de los años por ciertos grupos sociales. ¿Recuerdan la discusión de hace unos años sobre el tipo único del impuesto sobre la renta? Muy pocos de los que se oponían a la reforma lo hacían con argumentos serios sobre las características del impuesto: es eficiente, es progresivo si se define adecuadamente, y es fácil de administrar. La oposición se debía a que, al venir acompañado de la eliminación de la mayoría de las deducciones, aparentemente ponía en peligro muchas de las ventajas fiscales de la clase media, y eso se consideraba políticamente imposible. De hecho, los países que tienen un tipo único son normalmente países que no tenían impuesto sobre la renta y que, al introducirlo ex novo, optaron directamente por la solución más eficiente, lo cual fue posible políticamente porque nadie se sentía perdedor en el proceso.

¿Cómo resolver este problema endémico de la reforma estructural? Dos economistas franceses, Charles Wyplosz y Jacques Delpla, acaban de publicar un libro (La fin des privileges, payer pour reformer, publicado por Hachette) con una propuesta sencilla: pagar para reformar. Si se puede cuantificar el coste que implica una reforma estructural para las partes afectadas y se les compensa monetariamente, entonces toda reforma estructural debería ser políticamente posible. Wyplosz y Delpla calculan que el coste de las reformas necesarias para modernizar la economía francesa -incluyendo liberalizar el despido, aumentar la edad de jubilación, terminar con el sistema de empleo vitalicio de los funcionarios, eliminar las restricciones a la entrada en el comercio, aumentar la competencia en el sistema educativo, o desmantelar la política agraria común- sería del 20% del PIB. Es una suma exorbitante, sin duda, pero pequeña comparada con las ganancias esperadas: eliminar la deuda potencial del sistema de pensiones (un 80% del PIB) y aumentar permanentemente el crecimiento potencial de la economía en un punto porcentual. Si el precio es correcto, ningún sindicato ni grupo de presión debería rechazar la oferta y al final todo el mundo saldría ganando.

Sin embargo, esta estrategia es inútil si el Gobierno no tiene una voluntad reformista y decide adoptar una política intervencionista. ¿Cómo se puede eliminar la reticencia de los gobiernos a perder control de ciertos sectores de la economía? Las estrategias de campeones nacionales, tristemente escenificada en España con la larga y penosa saga de la OPA de Endesa, introducen distorsiones en las economías que responden solamente a deseos puramente de control de los gobiernos. Al fin y al cabo, la conclusión del culebrón de Endesa ha reflejado que el mercado es, casi siempre, soberano: a pesar de las sospechas de arreglo político, el precio final de la operación, más de 40 euros por acción, es casi el doble del precio inicialmente ofertado hace 18 meses, y cercano a las estimaciones iniciales sobre el valor de la empresa. O resulta una operación ruinosa para los nuevos dueños, o el arreglo inicial era una ganga para los compradores iniciales.

Por desgracia, a los gobiernos no se les puede compensar monetariamente para que acepten la pérdida de control. Pero la miopía y el juego político imponen un coste reputacional que puede costar muy caro al país. Si los inversores extranjeros pierden la confianza en los gestores de un país se espantarán e invertirán en otros países, reduciendo el crecimiento y perpetuando las ineficiencias. Un país como España, con un 10% del PIB financiado por capital foráneo y un mercado inmobiliario en rápida desaceleración, no debe permitirse el lujo de maltratar a los inversores extranjeros e imponer la trama política local a la eficiencia económica. El capital político debe invertirse en reformas estructurales que aumenten el crecimiento potencial del país, no en influir en la nacionalidad del gestor de una empresa o debilitar la independencia de los organismos reguladores.

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