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El Papa no me hace caso

Hace medio año hice público un sueño que tuve (es un decir), en el que el papa Benedicto XVI, el día en que cumplía 80 años, anunciaba su renuncia al trono y tomaba severas medidas para que sus sucesores hicieran igual al llegar a la misma edad (He tenido un sueño, EL PAÍS, 1-09-2006). Llegó el 16 de abril, se cumplió el aniversario, y el Papa no ha cumplido mi sueño.

Aunque por la libertad onírica que me he tomado no lo parezca, siento por Benedicto XVI no sólo el respeto que por su cargo le debo, sino también admiración por el nuevo aire que en más de un aspecto ha dado a su pontificado. Cuando la televisión dio la noticia de su elección quedé abrumado. No fue sorpresa: era más bien la crónica de una elección anunciada, pero esto no quita que sus antecedentes al frente de la Congregación de la Fe auguraban tiempos tenebrosos para la Iglesia universal. Pero sus primeras decisiones me abrieron el corazón a la esperanza. Esto sí parecía un sueño, y no lo era, sino pura realidad. Hablando, por deformación profesional, en términos teológicos, pensé que la conversión del Gran Inquisidor en Papa había operado una transustanciación. La primera sorpresa fue el nombre elegido. Le tocaba llamarse Juan Pablo III, con lo que habría capitalizado toda la histeria colectiva que acompañó la agonía y muerte de su predecesor. El solo hecho de escoger otro nombre era ya casi un golpe de Estado. Y por si fuera poco quiso llamarse Benedicto. Mencionó la figura de san Benito, lo que como benedictino que soy me halaga, pero me gustó mucho más que diera como primer motivo la figura de Benedicto XV, un pontífice que los mejores historiadores modernos decían que pasó demasiado desapercibido, pero que tuvo un doble mérito: sus esfuerzos por la paz en la I Guerra Mundial y haber puesto fin a la caza de brujas, bajo Pío X, contra todos los sospechosos de modernismo, entre ellos un tal Roncalli, profesor de Historia de la Iglesia en Bérgamo.

Benedicto XVI no ha puesto límite de edad para el mandato del Sumo Pontífice

El abad benedictino Mauro Elizondo fue presentado a Juan Pablo II con ocasión de un acto que se celebraba en la basílica romana de San Pablo Extramuros. Se lo presentaron como "el abad de Estíbaliz, en el País Vasco". El Papa le dijo, sonriendo, en español: "¿Del País Vasco? Los vascos no son españoles, ¿verdad?". El abad Elizondo le contestó: "Santidad, ¡ahora sí que veo que es infalible!". Cuando en el Vaticano I se discutía la infalibilidad pontificia, el cardenal James Gibbons, arzobispo de Baltimore, que era contrario a aquella definición, decía, con humor anglosajón: "¿El Papa, infalible? ¡Me ha escrito una carta en la que pone Gibons, con una b, y es Gibbons, con dos!". Recordando estas anécdotas, cuando en el coloquio de Benedicto XVI con obispos y el clero del valle de Aosta le preguntaron y él dio su parecer, pero añadiendo que era su opinión, no infalible, me dije lo del abad Elizondo: ¡ahora sí que veo que es infalible!

Es un Papa que gobierna. Pienso en lo que de su predecesor dijo el cardenal Felici: "Su carisma es viajar; el nuestro [la Curia] es gobernar la Iglesia". Además, es teólogo, lo cual puede que traiga problemas a los demás teólogos, pero al menos se centra en la piedad bíblico-litúrgica proclamada por el Vaticano II y se distancia de ciertas devociones y advocaciones que proliferaron en las postrimerías del pontificado anterior. Ha parado los pies a algunos movimientos que presumían de tener al Papa anterior en el bolsillo. Parece que las aguas van volviendo a su cauce, aunque es difícil. El padre Batllori, con su ironía proverbial, decía: "El Papa que venga después de Juan Pablo II, si logra devolver la Iglesia al estado en que se hallaba antes, pasará a la historia como uno de los más grandes de todos los tiempos".

Todos estos méritos me hacían soñar con que Benedicto XVI tendría el valor de afrontar el grave problema pendiente en la Iglesia católica, que es el de un límite de edad para el Pontífice, como el que se impuso al gobierno de obispos y al voto de cardenales en el cónclave. Pero el Papa no me hace caso.

Hilari Raguer es monje de Montserrat e historiador.

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