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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

Magro balance

Una vez más se han visto defraudadas las expectativas de un encuentro de alto nivel entre Estados Unidos e Irán, con motivo de la reunión sobre Irak que ha tenido por escenario el balneario egipcio de Sharm el Sheij. Pese a la agenda explosiva entre Washington y Teherán, todo lo que ha permitido la distancia sideral que todavía separa a ambos Gobiernos es una breve reunión de expertos. Así, el único resultado tangible de la cita entre EE UU y los países vecinos de Irak es la entrevista de Condoleezza Rice y el ministro sirio de Exteriores, primera en más de dos años con un alto responsable de un país al que hasta ayer mismo Washington daba enfáticamente la espalda.

Está por verse el alcance del cara a cara de media hora entre Rice y su homólogo sirio, calificado por ambos de profesional, en el que la secretaria de Estado ha pedido que Siria detenga la penetración por sus fronteras de yihadistas con destino a Irak, y Damasco la vuelta de un embajador estadounidense. Pero es sin duda significativo, política y diplomáticamente, por cuanto marca el aparente comienzo de un necesario deshielo entre la superpotencia y un régimen tan oscuro como se quiera, pero particularmente influyente en la zona. Todavía el mes pasado la Casa Blanca criticaba acerbamente a la jefa de la Cámara de Representantes, Nancy Pelosi, por acudir a Damasco y entrevistarse con el presidente Asad.

La profunda ironía del encuentro de dos días en el mar Rojo es que EE UU, espléndidamente unilateral en sus decisiones sobre Irak, ha acabado pidiendo incluso a sus enemigos que ayuden a estabilizar el país árabe invadido ante la magnitud del desastre. La empresa es titánica, y exige más que buenas palabras. Washington, además de buscar fronteras selladas para los terroristas islamistas, pretende encontrar el apoyo regional para un plan de cinco años por el que Bagdad se compromete a reformas políticas y económicas a cambio de ayuda financiera, básicamente el perdón de una deuda ingente.

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Pero los vecinos iraquíes, desde Turquía a Jordania, pasando por Arabia Saudí, Siria o Irán, tienen agendas diferentes y carecen de las motivaciones que Bush les atribuye, salvo la conveniencia de mantener tranquilas sus fronteras. El obstáculo más importante a su implicación constructiva en Irak consiste en la profunda desconfianza con que muchos miran al tambaleante Gobierno prochií del primer ministro, Nuri al Maliki, y la inquietud que les suscita la creciente influencia iraní, tanto en los acontecimientos de Irak como en el conjunto de la región. Es muy improbable que se materialice algún apoyo sustancial por parte árabe al régimen de Bagdad mientras éste no dé más cancha a los grupos suníes en la gobernación del devastado país. Y la situación en Irak, en medio de una abierta guerra interconfesional y con un Gobierno incapaz de ponerle coto, no abona esta idea.

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