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MIRADOR
Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Mala vecindad

Rusia ha tenido relaciones complicadas con la República de Estonia desde el colapso, en 1991, de la Unión Soviética. Los estonios, libres ahora y miembros de la Unión Europea, guardan una agraviada memoria del medio siglo de ocupación por la URSS. Pero en el pequeño país báltico (1.400.000 habitantes), más de un tercio de la población es rusohablante y viven 100.000 ciudadanos rusos. Eso explica en parte la persistente violencia que ha acompañado la decisión gubernamental de retirar en Tallin una gran estatua de bronce en memoria de los soldados soviéticos caídos en la Segunda Guerra Mundial. En los disturbios callejeros producidos por la medida, que se han mantenido tres noches y extendido a otros lugares del país, ha muerto un ciudadano ruso y se han registrado un centenar de heridos y más de 600 detenidos.

Moscú, tan complaciente con los habituales excesos de sus propias fuerzas de seguridad, ha puesto el grito en el cielo por lo que considera excesiva violencia de la policía estonia contra la minoría rusa, además de un insulto contra quienes combatieron el fascismo. Putin incluso ha telefoneado a la canciller Merkel, presidenta de turno de la Unión Europea, para protestar. Pero, más allá del comprensible enfado por la retirada de un símbolo especialmente venerado, el Kremlin ha ido mucho más lejos de lo que aconseja la prudencia al amenazar a sus minúsculos vecinos con cortar relaciones diplomáticas por el "sacrilegio", en palabras del ministro de Exteriores. Serguéi Lavrov insinúa, además, serias repercusiones en las relaciones de Moscú con la UE y con la OTAN. Y al alcalde de la capital rusa le ha faltado tiempo para pedir el boicoteo a las mercancías estonias. Todo un exceso.

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