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La zorra y las uvas

Antonio Elorza

Para el mundo nacionalista, la tregua de Lizarra inauguró el año de la ilusión. Para el conjunto de españoles y vascos, este falaz "alto el fuego permanente" ha marcado un año de esperanzas, y de esperanzas que en principio estaban sólidamente fundadas. La situación de ETA parecía desesperada, ante la doble presión policial en España y Francia, con Batasuna en un callejón sin salida por la aplicación eficaz de la Ley de Partidos. Era de esperar que en tales circunstancias el Gobierno contase con una información fiable para asumir el riesgo de aceptar el envite. Si Zapatero daba por bueno el comunicado etarra, como si se cumpliera el requisito marcado en el Congreso para la negociación, sería porque estaban en su poder datos suficientes para excluir una nueva tregua-trampa y confiar en una voluntad real por parte de ETA de abandonar la práctica del terror. Dada la seguridad con que se pronunciaban el presidente y sus seguidores, la opinión pública no tenía otra opción que otorgarle mayoritariamente su crédito. Ahora hay motivo para pensar, ante el silencio del Gobierno sobre lo sucedido, que pudo tratarse de un wishful thinking.

Hasta el atentado del 30 de diciembre, el esquema permaneció invariable. Zapatero había avisado de que el camino sería largo y difícil, así que a nadie extrañó la tardanza en poner en marcha cualquier tipo de mecanismo efectivo para el famoso diálogo. El Gobierno ni siquiera reaccionó a los signos evidentes de que las cosas marchaban mal: declaraciones de etarras en Gara, comportamientos agresivos en la Audiencia Nacional, robos de armas, cartas de extorsión para recaudar el llamado "impuesto revolucionario". El día antes del atentado de Barajas, Zapatero habló en el Congreso con un optimismo muy pronto desmentido por la explosión, pero que no dejó de serle útil, al presentar luego el reconocimiento del disparatado pronóstico como si de autocrítica se tratara, cuando en rigor no pronunció una sola palabra en que diera cuenta, ni de los posibles errores cometidos, ni de la marcha de un proceso de paz que desembocaba en atentados mortíferos. Naturalmente, el mismo quedó interrumpido, pero el Gobierno se las arregló para conservar íntegra su imagen ante la opinión, al mismo tiempo que seguía enarbolando frente al PP el estandarte del "diálogo".

Conviene recordar los hechos, porque nos encontramos hoy ante un comportamiento análogo al quedar de manifiesto la falsedad con que ETA y Batasuna habían procedido, violando la tregua al preparar nuevos atentados a su sombra, y manteniendo íntegras sus aspiraciones como condición sine qua non para el fin de la "violencia". La versión oficial es que lo ocurrido prueba la firme voluntad del Gobierno de cumplir la Ley de Partidos, por lo cual Batasuna no podrá participar bajo forma alguna en las próximas elecciones, del mismo modo que el Ejecutivo no se encuentra dispuesto a pagar precio político alguno por el fin de ETA. Sin olvidar que la Constitución es intocable.

Sólo que si las cosas han sido así, sobraban los gestos de buena voluntad hacia Batasuna, tales como los tratos de favor a De Juana y a Otegi, y sobre todo sobraba el enorme margen de tolerancia concedido a las manifestaciones públicas del partido ilegalizado. Gustase o no, resultaba evidente que la línea de actuación gubernamental consistía en ir abriendo cauces para que Batasuna diera el paso decisivo. Éste había de consistir inexorablemente en cortar su cordón umbilical de vinculación con ETA (lo que la Ley de Partidos exigía) o por lo menos, en expresar un inequívoco rechazo de la violencia, o, mejor, de la "lucha armada" para resolver "el conflicto vasco". La artillería dirigida desde filas socialistas, no sólo contra el PP, sino también contra todo demócrata desconfiado, tuvo por objeto imponer la idea de que carecía ya de sentido el pasado activismo contra una izquierda abertzale en proceso de democratización. En una de esas frases que retratan a un político, Zapatero lo expresó con claridad, al afirmar que Rosa Díez y Maite Pagaza pertenecían al pasado, mientras la Goirizelaia y Gema Zabaleta eran el futuro. Como en el final de la tragedia griega, las erinias se convertían en euménides.

Hubo, pues, por parte de Zapatero, una apuesta inequívoca y obsesiva para dar por bueno el "alto el fuego" como si fuera una tregua definitiva, prólogo de "la paz". Ahora bien, una vez perdida clamorosamente la partida con el atentado de laT-4, lo más grave es no haberse dignado explicar sobre qué basaba hasta entonces su optimismo, qué había hecho y qué había dejado de hacer para que ETA, digámoslo con claridad, engañase a todos y a él en primer término. Tras el golpe, asumido vía Rubalcaba, suspendió en la superficie la perspectiva de negociación, pero sin abandonar la bandera del "diálogo" que podía verse recuperado por un ingreso bien ganado de Batasuna en la legalidad, para lo cual le fueron dadas todas las facilidades. Nuevo riesgo justificable. Además, ETA ya había dicho que seguía en estado de tregua. Pues ni lo uno ni lo otro. Tras unos amagos para ganarse Navarra con lo de la "autonomía de transición", en una aparición pública favorecida por una interpretación peculiar de la ley -en Baracaldo habla inequívocamente Batasuna, siendo en cambio prohibido mencionar siquiera a su coalición-fantoche ASB-, el partido proscrito planteó un desafío abierto con el anuncio de su participación electoral por encima de todo y reafirmó sus objetivos de siempre. Y lo que es más importante, los criminales políticos de ETA se aprovecharon del supuesto "alto el fuego" para preparar con sosiego coches-bomba y atentados personales selectivos al estilo del año 2000. Como nos ha explicado Europol, no Rubalcaba, la tregua ha servido para la recuperación de ETA, y ello es lógico porque la presión policial en tiempo de pre-diálogo no podía ser la misma de antes. La consecuencia es clara. El problema no ha estado en la adopción de una u otra política, sino en haber insistido en la adoptada de acuerdo con una previsión que se reveló fallida el 30 de diciembre, dando además una sensación de debilidad de la cual ETA y Batasuna se han beneficiado para ocupar el centro de la escena.

Sobre lo ocurrido en el curso del pasado año, desde el 22 de marzo, lo único seguro es que Zapatero ha carecido de una información fiable y que, a pesar de ello, siguió adelante con una seguridad infundada. En contra de lo opinado por el PP, asumir riesgos por la normalización definitiva de la vida vasca valía la pena. Lo censurable es la ligereza, habitual ya en su forma de hacer política.

Por otra parte, si lo que afirma el Gobierno es cierto, acerca de su firme voluntad de atenerse a la Constitución, de no pagar precio político por la paz, y, en la vertiente opuesta, ETA-Batasuna mantenían su enroque en torno a la autodeterminación y la territorialidad, ¿de qué iba a discutirse en la mesa política? Las declaraciones de captación, al aludir Zapatero a la libre decisión de vascos o de Navarra, sirvieron apenas para dar titulares a la prensa un par de días. El juego es serio. Si sólo hay una mesa Gobierno-ETA para tratar la cuestión de los presos, todo cobra sentido. Para proponer la izquierda abertzale sus objetivos y responderle el Gobierno que son imposibles, no hacen falta mesas ni expectativas de acuerdo. Nos encontramos en una lógica de mercado, y para que se dé acuerdo sobre el precio es preciso que haya un precio de encuentro posible entre las partes, lo que no es el caso. La única posibilidad de avanzar residía en una disposición real de ETA a disolverse detrás del montaje de la negociación. El comunicado/entrevista del Aberri Eguna no deja espacio para la duda al respecto. ETA además considera que su "alto el fuego" es compatible con "respuestas puntuales" contra los "ataques" del Gobierno, esto es, contra el cumplimiento de las leyes y el desarrollo normal de los procedimientos judiciales en curso, amén de la exigencia de dar luz verde a la participación de Batasuna en las próximas elecciones. Un ultimátum hipócrita que cancela toda expectativa de autodisolución.

La impresión es que Zapatero se había construido su propio mundo en torno al "diálogo", e hizo creer a muchos, entre los que me cuento, que como las piezas ajustaban en su imaginación, ETA y Batasuna entrarían en su juego. Algo parecido a esos montajes de sus publicistas, dispuestos a todo tipo de simplificaciones, a partir del momento en que "la derrota de ETA" es algo que se da por supuesto, como en el discurso del Gobierno, obra simple de la actuación policial -no hablemos de Pacto Antiterrorista, con olor de PP, ni de una Ley de Partidos pronto obsoleta-, con las víctimas convenientemente alejadas de la escena política. Todo anunciaba un final feliz para el cual sólo hacía falta el inevitable "diálogo". Y que no intervengan aguafiestas poniendo en tela de juicio un cuento tan bien elaborado.

Ahora todo se desploma. En sí mismo, se trata de un fracaso más de los Gobiernos democráticos a la hora de buscar el fin de ETA. Lo preocupante es ese estilo de hacer política, entre el secreto y la maniobra, un tanto nixoniano, como acaba de comprobarse en Cuba, y antes en Marruecos, y antes con el Estatut, al subordinar todo a la creación de una imagen positiva de la acción del Gobierno, buscando siempre la línea de menor resistencia. Disciplina de hierro en el propio partido y en los propios medios, información dosificada según las exigencias del marketing, hacen el resto, con la eficaz colaboración de un PP que a fuerza de condenarlo todo, y de acumular descalificaciones, contribuye decisivamente a la cohesión interna del PSOE. ¿Y los resultados? Como en la fábula, de sobrevenir un fiasco, nunca se debe a los propios errores. Resulta que en Euskadi las uvas estaban verdes.

Antonio Elorza es catedrático de Ciencia Política.

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