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Columna
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Fenómenos paranormales

Bajaba hacia la calle San Bernardo y no podía dar crédito a lo que veía. En la fachada del bar-restaurante La Concha (antiguo Los Mariscos) aparecieron de repente las efigies de Franco y José Antonio, así como el yugo y las flechas. El menú completo. Justo en el lugar donde se reunían en los años 50 un grupo de universitarios y trabajadores gallegos: los legendarios Brais Pinto (X. L. Méndez Ferrín, Herminio Barreiro, Alexandre Cribeiro, Ramón Lorenzo, X. F. Ferreiro, Reimundo Patiño, César Arias, Bautista Álvarez...). Aquellas imágenes, tatuadas en aérografo con un estarcido, habían permanecido ocultas durante décadas. Una remodelación del local y el cambio del rótulo de la fachada dio lugar a este espectral hallazgo arqueológico. Algún viandante para recuperarse del susto prorrumpía en exabruptos.

Triunfaban los comentarios de nítida oposición antifranquista, aunque también hubo peatones que expresaban simpatías y muestras de afinidad. No hubo espontáneos brazo en alto. Nadie permanecía indiferente: a excepción precisamente, del grupo de obreros de origen suramericano que había hecho el involuntario descubrimiento. No entendían nada del revuelo que se había montado. A ellos, aquellos rostros anónimos y el emblema de Falange, no les decía nada; permanecían circunspectos ante el despliegue de opiniones. Llegaron cámaras de TV, reporteros y periodistas de emisoras de radio: el eco de aquella aparición (a modo de renovadas Caras de Bélmez) duró solo una semana (quizás porque no hubo psicofonías). Esto sucedió hace algo más de un año. Antes, en tiempos del aznarato, una epidemia de ediciones facsímil permitía cubrir huecos retroactivos de nostalgia de la dictadura: Enciclopedia Álvarez y otros libros de época (en los que generaciones de estudiantes vieron adelgazar al Caudillo, en el perfil lineal de las últimas páginas: justo al lado de la bandera ondeante pegada al himno y el telegrama sinóptico: "¡Qué-malos-eran-los-rojos!" (con aplicada letra de redondilla). Los libros de Formación del Espíritu Nacional y el resto de quincalla que se desempolvó en aquellos años, compartían mesa de novedades junto a la historia-ficción complementaria de un señor apellidado Moa.

De acontecer ahora (bajo el liderazgo esquizo-conservador de Rajoy, con Alcaraz de adjunto virtual), este sitio se hubiera convertido quizás, en lugar de peregrinación ultra y tendríamos una permanente nota de color vibrante, enseñas al viento y cánticos de fervor patriótico. Algún improvisado altar con alusiones al Anticristo y evocaciones a ETA. Alguien propondría seguramente celebrar allí los maitines del Partido (en plena calle) para que el aguerrido mensaje populista llegara directamente a la población. En ese viaje ideológico al pasado son decisivos los complementos ornamentales, el kitchs es un idioma que permite esa comunicación instantánea con los tópicos más rancios y las "ideas recibidas" más triviales. Aflora entonces una débil sinapsis hasta en el más descerebrado, que surge en la repetición, el vaivén ideológico que acuna como un mantra, el jaleo recurrente, la letanía monocorde en torno a una única idea. Hasta construir toda una esquemática reivindicación de un Nuevo Orden. Viaje de retorno al imperio perdido. Adoctrinados como un solo hombre: estrategia propia de ideologías militaristas.

"Toda conexión lógica que requiera esfuerzo intelectual es cuidadosamente evitada", escriben Adorno y Horkheimer. Desde luego, muy lejos de aquella teoría de la "lluvía fina" (lúcida aportación de la FAES), que parecía una versión autóctona de un maoísmo de derechas; con momentos de sutileza y otros que recordaba más bien al caústico mensaje de Castelao: "Mexan por nós, e hai que dicir que chove!". Quizás todo se explica porque en Madrid al orballo se le llama popularmente calabobos. Un nuevo Callejón del Gato para mantener vivo el espíritu del Marqués de Bradomín.

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