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Columna
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Responsabilidad pública

Están votando nuestros vecinos franceses después de una campaña electoral cuyo nivel se ha colocado bastante bajo. Y no lo digo con ánimo crítico, sino todo lo contrario, porque esa bajura ha significado cercanía con la calle, con los problemas con los que tienen que enfrentarse, a diario, los ciudadanos de ese país (y de cualquiera). En ese sentido, la presidencial francesa ha servido no sólo para diagnosticar el estado de la cosa social, sino para actualizar el debate sobre el Estado, sobre la función de las instituciones, es decir, sobre el contenido del mandato que los poderes públicos reciben para cumplir. Precisamente porque la campaña ha estado tan apegada a la realidad, los candidatos/as han multiplicado las promesas concretas, detalladas, diría incluso que minuciosas, como si el horizonte electoral fuera de proximidad, más local que general.

Nosotros también estaremos de elecciones dentro de unas semanas, y el año que viene y al otro. La verdad es que nos pasamos la vida ciudadana en un voto (y aún hay quien considera una novedad o una asignatura pendiente el darnos la palabra) y podríamos aprovecharlo para remozar el debate sobre el papel de las instituciones, sobre las tareas que deben cumplir(nos). Sobre el sentido que tiene dotarse, en un gobierno, de una consejería de Vivienda o de Asuntos Sociales, por ejemplo, o de Educación, o de Transportes; para qué exactamente se les atribuyen competencias y se les destinan recursos personales y presupuestarios. Creo que hacer un inventario concreto, preciso, minucioso de lo que cabe esperar y exigirle a cada institución contribuiría a animar, en el buen sentido, nuestra vida política y a reforzar no sólo el interés de la ciudadanía por los asuntos públicos, sino su implicación. Porque también la ciudadanía tiene deberes, naturalmente; también tiene que arrimar el hombro y no sólo el cazo a la cosa y casa pública.

La madurez personal, ya se sabe, consiste en asumir la propia vida y sus causalidades, disfrutar de o apechugar con los efectos y las consecuencias de nuestros actos, pero la madurez democrática no se representa sólo en la responsabilidad de los ciudadanos, sino, fundamentalmente, en la de las instituciones a las que éstos confieren, confían, la gestión de los asuntos comunes. El ciudadano responsable y maduro entiende, por ejemplo, que cuando circula por una autopista debe respetar las señales, los códigos, los límites, y que infringir las normas supone, consecuentemente, aceptar la pertinencia de la sanción. Pero la madurez democrática exige también que la Administración encargada del tráfico mantenga el firme en condiciones, señalice y alumbre como es debido, abra los preceptivos carriles de seguridad para que la gente no tenga que circular encajonada, jugándose la vida. Es decir, cumpla con el deber para el que se ha creado y presupuestado su departamento. Y lo mismo con todo, con la sanidad, la cultura, la vivienda. La educación.

Hace poco, en ese programa concurso de ETB donde a diario se exhiben las lagunas culturales de nuestros jóvenes, a un chico le preguntaron -a cambio de no sé cuántos miles de euros- la capital de Suiza. No supo contestar. Estoy dispuesta a aceptar que ese chico tiene una parte de responsabilidad en su ignorancia, pero no toda, ni siquiera la porción más sustancial que, en mi opinión, corresponde a un sistema educativo organizado, curriculizado (palabra que se parece, desde más de una arista, a ridiculizado), gestionado desde el poder. Después de años y años y años de educación obligatoria, esos jóvenes que exhibe a diario nuestra televisión no saben la capital de Suiza, ni la capital de casi nada, ni casi nada capital. La extensión de esa ignorancia excluye el recurso a las respuestas singulares o a la excepcionalidad. La falta de conocimientos es la norma, y demasiado profunda como para no ver en ella un fallo del sistema. O la evidencia misma del incumplimiento de un deber institucionalizado, de una responsabilidad pública. Incumplimiento que personalmente identifico con una dramática expropiación.

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