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Columna
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Premiar el castigo

Vicente Molina Foix

Al cumplirse cien días del atentado de ETA, la T-4 ha recibido un premio indirecto, puesto que su autor principal, Richard Rogers (que la diseñó junto a los Lamela), ganó el Pritzker, considerado como el Nobel de los arquitectos. Esta obra pública de Barajas era citada por el jurado del premio entre los logros de Rogers, aunque se descarta un simbolismo conmemorativo en las fechas. Los que detestamos el edificio de Madrid, y somos muchos, incluida gente del gremio constructor, hemos tenido delicadeza, guardando silencio más allá de los tres meses de rigor después de tan gran duelo. Hoy nos sentimos libres de volver a la carga.

En su reciente libro The Architecture of Happiness, el interesante escritor Alain de Botton sugiere que los edificios tienen, dentro del cuerpo de su estructura, un alma, y él los personifica. Las casas no sólo dan abrigo y problemas hipotecarios; algunas nos abruman por su anorexia (que deja ver y oír el grosor estentóreo del vecino), y otras nos hacen felices incluso sólo de pensar en ellas. Como el ser amado, las viviendas nos faltan cuando están lejos, y el recuerdo de algún rincón cariñoso del cuarto de estar o de una ventana optimista nos puede resolver, a mil kilómetros de distancia, la angustia de una noche lóbrega en un apartotel. No encuentro, en la memoria de mi asendereada vida, ningún edificio que me haya causado tanta infelicidad como la T-4.

Los que defienden esa obra, que también los hay, alaban su belleza tecnorromántica, término que utiliza el estudioso William J. R. Curtis, quien, sin embargo, deja bien claro su rechazo global al edificio. Yo mismo, obligado a usarlo con frecuente regularidad, reconozco la línea de belleza de sus estructuras onduladas, sobre todo vistas desde fuera, y estoy dispuesto a quitarle importancia al arco iris de sus pilares, demasiado parecido a un dibujo infantil de guardería. La levedad de la luz filtrada en su interior, así como la rotundidad de su maquinaria funcional siempre a la vista (y grata a los ojos) son otros motivos favorables en el juicio estético, que es, y eso queda en evidencia, el único al que se someten los esporádicos jurados del Premio Pritzker y algunos columnistas de prensa extasiados desde la costa atlántica por el mamotreto madrileño. La inmensa mayoría de quienes lo usamos coincide en dejar de lado su hermosura, que cuando uno va con prisa y con maletas pasa a un segundo plano del espíritu, para abominar de su desproporción, de su gigantismo inútil, de las horrorosas dársenas de acceso a los trenes interiores, de sus ridículamente insuficientes ascensores, de la tristeza que infunde, sobre todo de noche, el vacío de sus espacios, que a esa hora, y cuando no hay lleno en el aeropuerto, adquiere su auténtica personalidad de fantasma desalmado.

Así que en un acto de regresión por el que no pido disculpa, me entretengo en buscar alternativas de vuelo que me eviten pasar el mal trago de la T-4. Y la operación ha causado efectos inmediatos, tanto a mi economía como a mi conciencia. Ahora que la EMT admite maletas en los autobuses aeroportuarios, el trayecto desde el intercambiador de la avenida de América es más ahorrativo en tiempo, y ya no digamos en dinero si se va en taxi: seis euros más suele costar ir a la T-4 que el viaje a las viejas terminales 1, 2 y 3. Las pobres se han quedado rancias y apergaminadas, como tías solteras de provincia, pero la acogida de sus instalaciones es confortable, el trato hogareño, y todo transcurre a la antigua usanza. Y encima está el low cost, algo en lo que aquellas buenas damas de antaño nunca pensaron al darnos la merienda en sus mesas-camilla con tapete.

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