Belleza incendiada

Formado en la televisión, Danny Boyle se estrenó como cineasta cuando la prensa británica comenzaba a hablar de una Generación Multiplex, que tenía su seña de identidad en la reformulación más o menos posinocente del cine de géneros. Con el tiempo, Boyle se ha convertido en perfecto representante de un nuevo tipo de autoría: el cineasta como imitador de voces, el autor sin discurso capaz de reinventarse de una película a otra (un poco a lo Madonna), sin que nunca deje de presuponerse su inteligencia y su cierta distancia (no necesariamente irónica) con respecto a sus modelos de referencia. En cierto sentido, Boyle es al cine comercial lo mismo que Winterbottom al cine de autor. O, por lo menos, algo parecido. Siempre queda una pregunta en el aire ante este tipo de autorías líquidas: si su capacidad camaleónica es tal, ¿por qué tan rara vez les da por emular la textura y la apariencia de una buena película?

Quizá Boyle nunca logre neutralizar la sombra que su soberbia Trainspotting (1996) ha proyectado sobre el resto de su carrera, pero Sunshine es, por fin, otra notable película. Escrita por el novelista y ya habitual colaborador de Boyle Alex Garland, Sunshine es un elegante, sofisticado y casi coreográfico espectáculo visual donde las formas de la ciencia ficción hard lidian con una sensible exploración de las inquietudes humanistas del género. La muerte anunciada del Sol es el pretexto que enmarca una pesadilla claustrofóbica, paradójicamente enmarcada en la infinitud de un cosmos contemplado como letal y deshumanizada fuente de belleza. La gélida y precisa puesta en escena de Boyle trae a la memoria el referente insalvable de 2001, una odisea del espacio (1968), pero el autor de Trainspotting no apunta tan alto: su golpe de efecto final esta más cerca de un buen episodio de Star Trek.

Tráiler de 'Sunshine'