La gente de siempre
A medianoche del viernes, un grupo de treintañeros intenta abrirse paso entre un río de gente de todas las edades que sale del bar Versalles y cruza hacia la plaza del Comerç. Cuando están en la puerta del local, llega la sorpresa. "¿Pero cómo? ¿Ya cerráis?", espeta una de las chicas a Montse Busqueta, que regenta el local junto con su pareja, Eduard Colomer. Lo exclama con la decepción de quien se pierde algo excepcional. Y lo es. Ningún vecino quiere perderse la inauguración de un bar que ha marcado buena parte de la agenda de Sant Andreu en los últimos 80 años y que prácticamente ha sido el epicentro de la vida social y cultural de un barrio en el que la gente todavía baixa a Barcelona.
La dueña del Versalles accede a dejarlos pasar. Antes de pedir su cerveza de rigor, saludan a medio local. El camarero les sirve y les exhibe su sudor. La parroquia de siempre no les ha fallado, y además ha venido acompañada de amigos y amigos de los amigos, que a su vez han traído a amigos. El bar, con capacidad de 125 personas, se queda pequeño.En la barra se amontonan decenas de vasos, platos y tazas. "Todo eso ya lo haremos mañana antes de abrir, ¿eh?", le suspira casi sin aliento Busqueta a Colomer. Lo mira, asiente y sigue actuando de relaciones públicas. Todo el mundo quiere saludarlo y comentarle las reformas, y él les corresponde rebosando amabilidad pero también cansancio. "¡El viernes que viene, otra fiesta!", se despide uno.
Para Colomer y Busqueta, la reforma del Versalles ha sido otra de sus aventuras. La anterior se remonta a 2002, cuando Pere Heredero, propietario e hijo del fundador del bar, anunció su intención de dejar el local. "¿Por qué no lo lleváis vosotros?", les propuso entonces. "Veníamos de un proyecto fallido de una productora audiovisual, éramos clientes habituales y, al final, aceptamos", cuenta Colomer. El Versalles era un reto, pero también un caramelo, un espacio en el que rebosa historia.
El bar abrió en 1928 en el edificio modernista de Can Vidal como Petit Versailles, y pronto fue el lugar de encuentro de trabajadores del barrio y de una clase bastante acomodada. Cada uno por su lado: las horas de desayunar y comer eran de los obreros, mientras que por la noche sólo aparecía la burguesía más bohemia de Barcelona. Así lo recoge Si el Versalles em fos contat, un libro editado por el Ayuntamiento con textos de Heredero y una auténtica crónica social del barrio y el local, que con la llegada de la dictadura franquista tuvo que cambiar su nombre, a medio camino entre el catalán y el francés, por su versión en castellano.
En la década de 1970, Heredero asumió su primera reforma. Dejó de ser tan diáfano tras instalar un falso techo, desaparecieron la barra y los billares y se incorporaron varios reservados que no pocas veces albergaron algunos encuentros de la lucha clandestina contra el franquismo. Con el tiempo, esa distribución del espacio convirtió al Versalles en un lugar entrañable para los vecinos. No son pocos los que comentan a Colomer que lo echan de menos. "Tenía un sabor kitsch", le recuerda Andreu Sánchez, asiduo del bar. Colomer asiente. "Pero tratábamos de recuperar el aspecto y la estructura que tenía cuando se creó. Es más amplio, hemos vuelto a levantar las columnas, entra mucha más luz...", explica. La pérdida del caliu de siempre que daban sobre todo las mesas casi amontonadas, queda compensado por un espacio mucho más funcional y cómodo. Y tras eliminar el falso techo, el local cuenta con un altillo. "¿Hay zona de fumadores?". Colomer la veía venir. "Sí, es el altillo, me lo ha preguntado todo el mundo".
Ahora sólo quedan por acabar las obras del sótano. Fue un refugio antiaéreo durante la Guerra Civil y pronto será un salón para conciertos, exposiciones, presentaciones... Una pieza más para que el Versalles siga siendo el meeting point de todas las esferas del barrio. Como en la década de 1980 y no en la de 1920: sin que los ricos vayan por un lado y los obreros por otro. No. Colomer recuerda que es un espacio de todos. De la joven que pide entrar cuando están a punto de cerrar, los trabajadores del Ayuntamiento, los comerciantes de la calle Gran de Sant Andreu, los del mundo de la farándula, los okupas del barrio, los jubilados que se congregan allí para contar sus batallitas... Y de gente tan variopinta como un antiguo soldado republicano o un cura. De la gente de siempre.
Toda esta parroquia mira con curiosidad en un vídeo todo cuanto ha pasado mientras el bar ha permanecido cerrado. Una más de las actividades programadas para la inauguración, que ha sido todo un éxito a pesar de las jugarretas que parece quererles gastar el agua. El miércoles, cuando montaron una pequeña presentación para los más habituales, ya tuvieron un susto con una inundación. "Esto parecía las cataratas del Niágara", bromea Colomer. Y el viernes la lluvia no perdonó, por lo que tuvieron que trasladar al interior del bar parte de las actividades que habían preparado en la plaza del Comerç para los chavales del barrio.
Luego, música en directo. Cenas, todos quieren probar las medias raciones de la nueva carta. Vino, para acompañarlas. Cerveza, presente en casi todas las mesas. Cubatas, ya para rematar la fiesta. A medianoche, cuando llegó el grupo de treintañeros, pretendían cerrar. Y la aguja pequeña del reloj ya señala la una. Sigue bajando personal del altillo. Colomer lo mira casi incrédulo, como si salieran de debajo de las mesas. Y poco más tarde, Busqueta ya casi no tiene ni voz ni aliento para seguir hablando. Pero al grupo de jóvenes le queda combustible. "¿Y dónde seguimos ahora?", pregunta uno. "No hay casi nada, sólo un local en todo el barrio", se lamenta una chica. "¿Hacemos la última?". Al abordaje todos del otro bar.
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