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LA COLUMNA | NACIONAL
Columna
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Verdad y narcisismo

Josep Ramoneda

EN EL PRINCIPIO fue la mentira, y el PP ha sido incapaz de salir de ella. Se habla mucho de la obnubilación mental que la permanencia en el poder provoca en quienes lo ejercen. La gestión que el PP hizo del atentado del 11-M es un ejemplo de que gobernar puede hacer perder la cabeza. Sólo así se entiende que el Gobierno de Aznar actuara como si la verdad de aquel acontecimiento no dependiera de los hechos, sino de su conveniencia. Al PP le convenía que la autoría del atentado fuera de ETA y, en un acto de pérdida colectiva del sentido de la realidad, decidió que así era contra la evidencia de los datos que la policía les presentaba.

Tal fue el grado de pérdida del sentido de la realidad del intelectual orgánico colectivo Partido Popular, que durante la primera parte de la legislatura intentó hacer de su visión fantástica del 11-M la verdad con la que combatir al Gobierno. Pero difícilmente puede sostenerse una política sobre un análisis equivocado de la realidad. El desvarío del PP venía fundado en razones teóricas y en sensaciones irracionales. El atentado generó un grado tal de desconcierto y frustración, en un partido que vivía en la burbuja de creer que las elecciones eran un paseo triunfal, que paralizó su capacidad de razonamiento. Se agarraron así a una verdad fundamental establecida por su líder máximo, José María Aznar, en sus esfuerzos para colocarse tacones en los zapatos que le permitieran salir en la soñada foto a la vera de Bush. Esta verdad incuestionable, que el ex presidente sigue pregonando por el mundo, es "todos los terrorismos son iguales". De tal premisa, tal fantasía: si todos los terrorismos son iguales, Al Qaeda no podía actuar en España sin trabajar con ETA, titular del terrorismo en este país. Así es como las doctrinas arruinan las estrategias políticas.

Con el tiempo, algunos dirigentes del PP emanciparon su pensamiento de la obnubilación colectiva inicial y empezaron a comprender que sobre el 11-M lo mejor que podía hacer su partido era optar por la discreción y el perfil bajo. Era demasiado tarde. La idea de que mentían se había extendido por la sociedad. El PP tenía una sola salida: reconocer su equivocación. Pero entonces se impuso el principio cínico de que las mentiras nunca se reconocen. Con lo cual les ha ocurrido lo que pasa siempre que se quiere mantener un engaño contra toda evidencia: se inventan nuevas mentiras para seguir manteniendo la mentira primera, en una espiral que casi siempre acaba en forma de vodevil.

Al llegar el juicio del 11-M, la evidencia de los hechos se ha vuelto definitivamente contra el PP. Ahora sabemos por los propios mandos policiales que advirtieron de la autoría islamista desde el primer día, mientras Acebes seguía insistiendo en que era ETA, y habían descartado cualquier otra hipótesis el segundo día, cuando Acebes seguía repitiendo que ETA era prioritaria en la investigación, y así sucesivamente. En pleno juicio ha emergido la figura de Agustín Díaz de Mera, cuya intervención le ha convertido en una encarnación del narcisismo de los que pretenden, para decirlo en palabras de Harry Frankfurt, "que ser fiel a los hechos es menos importante que ser fiel a sí mismo". Un narcisismo al que no ha escapado Mariano Rajoy, que ha preferido la fidelidad a Agustín Díaz de Mera al reconocimiento de la verdad de los hechos.

El juicio del 11-M ha atrapado al PP en una trampa que puso él mismo. Se entienden ahora los esfuerzos iniciales de tratar que el juicio no llegara hasta la próxima legislatura. A medida que el juicio va transcurriendo, la mentira y la desconfianza que contribuyeron a que el PP perdiera las elecciones vuelven a emerger. La incapacidad de asumir la verdad en aquel momento se está volviendo contra ellos con un efecto retardado que les pone en mala situación para las elecciones del año que viene. La decisión del PP de preferir ser fiel a su propio error antes que reconocer la verdad no hace más que acotar su campo al territorio de los incondicionales, porque, como muy bien dice el propio Harry Frankfurt, "una persona que cree una mentira está obligada por ella a vivir 'en su propio mundo', un mundo en el que los demás no pueden entrar y en el que ni siquiera el mentiroso reside de verdad".

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