Acuerdo sin horizonte
Sigue -y seguirá por largo tiempo- la polémica en torno al Consejo General del Poder Judicial. Por desgracia, la polémica suele limitarse a decisiones que el Consejo adopta en cuestiones que son objeto de disputa entre Gobierno y oposición. O entre gremios profesionales. Suele concentrarse en los nombramientos discrecionales de los titulares de cargos judiciales, que nacen ya apadrinados y bautizados como conservadores o progresistas.
Es menos frecuente, en cambio, otro motivo de crítica de mayor trascendencia: la que merece el desempeño que este órgano hace de su función principal. Le corresponde ser uno de los agentes impulsores de la modernización de la justicia en España en todo lo que más directamente concierne al gobierno de jueces y magistrados. Y no hay motivos para aplaudirlo. Ante todo, por su pasividad en promover la renovación a fondo de un sistema de selección de la judicatura, obsoleto e inadecuado para sociedades como la nuestra. De igual modo, es imprescindible revisar la eficacia de su formación permanente, tanto más exigible a un profesional cuanto mayor es la incidencia social de su ejercicio. Una formación permanente cuyo seguimiento debería tener consecuencias reales sobre la carrera del individuo. Sigue pendiente la puesta en marcha de una efectiva evaluación del rendimiento de los jueces y la aplicación sistemática de incentivos positivos y negativos para mejorarlo. Incluidas, como es obvio, las sanciones para corregir conductas desviadas, excepcionales quizá, pero siempre presentes en cualquier colectivo numeroso como es el de la judicatura.
No son pocas, por tanto, las tareas que el Consejo debiera desarrollar si quiere justificar su razón de ser. Son tareas inexcusables. No puede descuidarlas con su intervención expansiva en asuntos que corresponden al Parlamento, al Ejecutivo del Estado o al Ejecutivo de las comunidades autónomas competentes en materia de justicia. Examinar si cumple con su cometido y si rinde cuentas al Legislativo que lo ha designado: éste debiera ser el objeto de un juicio radical sobre el rendimiento del Consejo por parte de quienes de verdad aspiran a la modernización de la justicia. No es lo corriente. Y de ahí la poca confianza que despiertan los intentos de "acuerdo" que no apuntan al horizonte a que debieran aspirar.
¿Cabe alguna salida? A la vista de la experiencia, es más que dudoso que la actual configuración constitucional del organismo modere la apetencia de los partidos y de sus afines por ocupar cuotas de poder. No la han reducido los cambios en el sistema de elección del Consejo, como se ha visto ya. Tampoco parece solución definitiva un acuerdo para "repartirse civilizadamente" los puestos en liza, como ahora se plantea. Es un acuerdo sin horizonte de futuro. Conducirá de nuevo a una designación parlamentaria ficticia, basada en listas cerradas y bloqueadas que la dirección de los partidos dicta a sus parlamentarios para que la ratifiquen. Sin ningún control público y efectivo sobre la idoneidad y el programa de los candidatos pactados.
A riesgo de ser tachado de arbitrista, adelanto ya que mientras el Consejo esté integrado por veinte miembros -tal como establece la Constitución- no disminuirá la pulsión de partidos y asociaciones por convertirlo en un mini-parlamento, fatalmente condenado a una dinámica mayoría-oposición. Porque una composición tan numerosa puede explicarse por el deseo de "estar en el Consejo" por parte de quienes se creen con derecho a ello. Pero no se justifica en una interpretación ajustada de sus competencias y en el deseo de su gestión eficiente. Al contrario, un órgano tan nutrido se ve impelido a inventar funciones y a solaparlas con las de otras instituciones con los costes de todo orden que esto significa.
¿Interesa de veras un Consejo eficiente y modernizador? Corríjase, pues, el error cometido por nuestros constituyentes de 1978. La composición del Consejo debería reducirse a un máximo de diez miembros con mayoría de jueces y magistrados -¿por qué forzosamente en activo?-, con un presidente elegido por los consejeros que no debería ocupar la presidencia del Tribunal Supremo. Los consejeros serían elegidos a propuesta de los grupos parlamentarios, de las asociaciones profesionales de la judicatura y de otras entidades sociales o profesionales. La elección por mayoría cualificada de todos los vocales se produciría siempre entre un número de candidatos superior al de los puestos a proveer, incluidos los reservados a no magistrados. Todo candidato se sometería a un obligado trámite de audiencia o hearing en la comisión parlamentaria competente. El Consejo debería concentrar sus atribuciones en el gobierno de los jueces, su selección, promoción, evaluación, inspección y sanción, con frecuente rendición de cuentas a las Cámaras.
La reforma constitucional puede ser un desiderátum inasequible en este momento. Pero no es lícito contentarse con acuerdos de circunstancias -"para salir del pantano", como afirmaba un editorial de este diario-, si de verdad se quiere impulsar la modernización de la justicia española. Es éste el objetivo que debería presidir un debate útil sobre la funcionalidad del Consejo como órgano constitucional. Con plena conciencia de que dicha modernización exige también cambios culturales amplios y el concurso de otros actores sociales e institucionales. Pero no avanzará si uno de sus obstáculos principales es el mal funcionamiento del Consejo y el desprestigio que ello provoca. Y no puede olvidarse que la actual percepción negativa de la ciudadanía sobre la Administración de Justicia es un riesgo tan grave para la legitimidad de nuestra democracia como lo es el desprestigio de sus políticos.
Josep M. Vallès es catedrático de Ciencia Política de la UAB.
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