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Columna
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Comunas

La aurora llegó con las Vanguardias. De los rincones comenzaron a surgir, imitando a las ratas que huyen del barco a punto de hundirse, jóvenes de pelo largo y mirada alucinada que declaraban que todo es mentira, que los cimientos de las ciudades se asientan sobre fango podrido y que por debajo de su tenue lámina de pellejo los maestros de escuela sólo son esqueletos sin aliento. Las calles se llenaron de nuevos artistas y profetas de rebajas, para quienes había llegado la hora de cambiar los colores de los semáforos y poner la civilización del revés como un jersey que se echa a la lavadora. Expresionismo, cubismo, dadá, proponían un universo diferente. Un contacto más próximo con las cosas donde la bombilla encendida de la verdad quemase al arrimársele la mano, una nueva era de sinceridad, de certitud, de nitidez, alejada de las dioptrías que habían hecho a nuestros padres y abuelos confiar en el motor de explosión y las críticas de la razón pura. Todos los movimientos juveniles que a partir de entonces han pretendido inventar la pólvora no han hecho más que reincidir en la misma negación, sostenerse sobre los mismos presupuestos: un siglo antes de que Sid Vicious amenazara al público con una pistola, Alfred Jarry practicaba el tiro al blanco en los parques de París con gran espanto de las familias adocenadas; décadas antes de que el hippismo huyera al campo en busca de un horizonte sin contaminar, Gauguin y Stevenson habían cruzado el océano hasta la Polinesia, donde aprendían de niños desnudos; años antes de que David Bowie se presentara en los escenarios como una criatura andrógina con cierto tinte extraterrestre, Marcel Duchamp enviaba tarjetas de visita en que aparecía vestido de mujer y se hacía llamar Rose Sélavy. Innovar consiste sucintamente en olvidar que alguien hizo lo mismo mucho tiempo atrás. Y con el movimiento hippie sucedió lo propio: no había nada nuevo en el pacifismo, el amor ecuménico, la invitación a la suciedad, la fuga hacia las fronteras. Sin embargo, jóvenes y no tan jóvenes abrazaron sus revelaciones compradas en un anticuario y vueltas a barnizar como el último grito en lo que a salvación personal se refiere. Desobedecer a la autoridad o salir corriendo son las actitudes más antiguas que existen: se aprenden en el patio de la guardería.

Todos esas tendencias, que el fondo son la misma bajo distintas máscaras y apellidos, brotaban de una convicción común: la cultura de Occidente, la que se enseña en las universidades, la que ha logrado el parlamentarismo y la bomba atómica, es una entidad corrupta que convierte al hombre en un gusano y excita sus peores instintos. Por eso los hippies, como los anabaptistas, como la Bauhaus, decidieron renunciar a la civilización y erigir ciudades alternativas en rincones del mapa donde la polución de la cultura dominante sólo llegara amortiguada y sin efectos apreciables. El tiempo, que no siente ningún respeto por el idealismo, acabaría por demostrar que la comuna no es tan buen invento: la confianza en un mundo de papel de seda por el que pasear en cueros no remediaba la acuciante falta de medios, y la gente que procedía de una realidad en que la camisa se volvía limpia con sólo presionar un botón o se podía contactar con las antípodas a través de seis dígitos no se acomodó con facilidad a los rigores de la Edad de Piedra. Estoy seguro de que los padres de la criatura que acaba de morir en Órgiva por falta de recursos elementales como agua corriente o supositorios creían hacer lo correcto cuando se marcharon a la selva y dieron la espalda a las maldades de la urbe. Pero todos los iluminados que pueblan el asentamiento de El Beneficio, o cualquier otro campamento amparado por la devoción a un dios o una idea, olvidan que llegaron hasta allí siendo adultos, con plena conciencia de sus actos, y que para elegir es preciso siempre conocer las alternativas del dilema. Invitar al niño, la gran víctima, a jugar a Tarzán siempre está bien si luego se le ofrece la oportunidad de lavarse con champú o acudir a la escuela: pero hacerle confundir el mundo con una reserva india es sólo hundirle en una mentira más sucia e incómoda que aquélla de la que se le buscaba vacunar.

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