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De los principios a la vida

La barbarie necesita poca literatura. Las mayores animaladas se pueden justificar con la guía de teléfonos como fuente de inspiración. Conviene no olvidarlo, visto el hábito de culpar de las burradas de los humanos a los principios filosóficos sin apenas molestarse con premisas intermedias. Sucedió en su día con aquellos que encontraban el gulag en las notas a pie de página de El Capital o incluso antes, en las actas de la Asamblea Nacional de 1789, y, más recientemente, con los que relacionan el nihilismo y el terrorismo.

No está muy clara la raíz del extendido hábito. Quizá una simple reacción a muchos años en donde se procedía a la inversa y, a la mínima, surgían los intereses de clase o, para decirlo con los manuales de la época, la infraestructura. Si en otro tiempo por detrás del teorema de Pitágoras siempre aparecían los esclavos, ahora por detrás de cualquier bomba asoma Dostoievski.

Si hay que escoger entre simplicidades, mejor la de antes. No por irrefrenable marxismo, sino por elemental realismo. Realismo vulgar, porque los dineros rigen el mundo, y realismo sofisticado, porque las condiciones materiales limitan el juego de lo posible y, muchas veces, de lo imaginable. La cosa no tiene mayor misterio. Por más que algunas aves sean capaces de planificar su futuro, no hay manera de que una araña pueda pensar el concepto de democracia. Tiene limitaciones cognitivas derivadas de su menesteroso hardware que, entre otras cosas, le impide disponer de un lenguaje con el que poder escapar a las constricciones de su aparato perceptual, a diferencia de lo que nos sucede a los humanos capaces de "pensar" o imaginar ciertas cosas que no podemos percibir, como ciertas longitudes de onda, o que no pueden ser, como hormigas del tamaño de un elefante.

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Una doctrina que no me resulta simpática, el relativismo, es quizá el mantra más invocado a la hora de buscar culpables doctrinales de los males del mundo. La acusación late en el fondo de muchos de los análisis sobre el terrorismo y no falta tampoco en bastantes intentos de criticar las ideas religiosas o nacionalistas.

Se entiende, al menos psicológicamente, el afán de relacionar unas cosas con otras. Por la misma razón que tenemos dificultades para reconocer que alguien que nos cae bien es idiota, a la inversa, tenemos una natural disposición a agavillar las ideas que nos resultan antipáticas. Pero no estoy seguro de que ese proceder sea algo más que necesidad de coherencia psicológica o moral presentada con consistencia lógica. Porque lo cierto es que, a veces, parece que se forcejea con las ideas para embutirlas en el mismo saco. Sin ir más lejos, el nacionalismo y la religión presentan versiones poco acordes con el relativismo. Mientras para el relativista no hay ideas mejores que otras, religión y nacionalismo disponen de un criterio de tasación con el que medir lo que les echen: un libro sagrado, la identidad. Sencillamente, para un cura o para un nacionalista, no todo vale igual. Otra cosa es que el criterio de tasación sea un camelo.

No defiendo el relativismo, sólo recuerdo que el que dos ideas resulten indefendibles no las emparienta. La debilidad de relativismo, al menos del más cursado, está fuera de duda. Dos críticas resultan bastante convincentes. La primera, teórica, lo descalifica por contradictorio: la tesis "no hay verdades absolutas" es, ella misma, absoluta; esto es, invoca lo que condena. La segunda, pragmática: si no hay ideas mejores que otras, carece de sentido la discusión y acaso la democracia. Aunque no faltan las réplicas, tales críticas no son menudencias.

Por supuesto, siempre cabe encajar las piezas, inyectar premisas intermedias para que una cosa nos lleve a otra. Después de todo, por más que a muchos nos pueda parecer que los avales de la religión inevitablemente acaban en aquello de credo quia absurdum (lo creo porque es absurdo), no han faltado quienes han encontrado manera de cuadrarla con la ciencia, sea asumiendo, por ejemplo, la hipótesis mediadora de un Dios arquitecto racional del universo, sea recordando que, al final, también la ciencia se detiene en sus explicaciones, que también hay una elección sin razones, como señalaba hace bien poco Thomas Nagel, ateo y notable filósofo, en una solvente crítica de The God Delusion, el popular libro de Richard Dawkins.

Una aclaración: creer que no todo vale igual no equivale a pensar que sólo una cosa vale la pena, a enfilar por las sendas del absolutismo y las verdades sin aristas. Podemos, por ejemplo, dar cuenta de la muerte de doscientos mendigos en una noche helada, apelando al frío, a su pobreza, a su fisiología, a sus pobres ropas y hasta al cambio climático. Todas esas son explicaciones verdaderas y la elección de una u otra depende de las circunstancias, de lo fino que queramos cribar o de lo que ignore nuestro interlocutor. Ahora bien, que todas esas explicaciones resulten igualmente aceptables no quiere decir que también lo sea sostener que murieron atropellados por un camión. Sobre lo que podemos estar seguros es sobre las explicaciones falsas, sobre lo que no sirve. Una regla modesta que, bien aplicada, es de mucha ayuda para orientarse en el fangal de la información diaria.

Las consideraciones anteriores permiten algunas recomendaciones. La primera, epistemológica: desmenucemos el engranaje de cada idea en su particular anatomía sin ahormarla para poder achacarle todos los males. La segunda, menos evidente, práctica: una vez mostrada la flaqueza de los argumentos, quizá es mejor abandonar el terreno de las ideas y acudir a la infraestructura, a la economía, para entender por qué se sostiene lo insostenible. Por no buscar muy lejos, la proliferación de vocaciones identitarias seguramente debe más a unas clases políticas interesadas en rentas políticas libres de escrutinio democrático que a un repentino interés por la antropología o por Protágoras.

La última enseñanza es negativa: nada de lo anterior implica que las ideas o las palabras no tengan consecuencias en la vida. Que haya que ser cautelosos al transitar de la filosofía a la ingeniería política, no quiere decir que la filosofía no sirva para orientarnos. Es cierto que, por lo común, los saltos urgentes desde conceptos como liberalismo o republicanismo hasta el BOE ocultan simples ejercicios retóricos, modos de dar relumbrón a decisiones basadas en fontanería electoral, negociación de trastienda o marrullería parlamentaria. Facilita la operación la propia naturaleza ("abstracta") de los conceptos que los hace compatibles con bastantes cosas. Ahora bien, los principios también excluyen, también operan como guías negativas de por dónde no cabe avanzar. Una función modesta pero no inútil. Por ejemplo, con muertos o sin ellos, mientras ETA conserve la posibilidad de matar si no se aceptan sus reclamaciones, el País Vasco no se puede considerar libre en sentido republicano. A algunos les parecerá un pobre saldo; a mí, sin embargo, me permite distinguir a los que piensan limpio de los que no. Que no es poco.

Félix Ovejero Lucas es profesor de Ética y Economía de la Universidad de Barcelona.

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