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Columna
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Curas de barrio

Siempre me he preguntado qué clase de misericordia podría esperarse de una divinidad que condena a la crucifixión a su propio hijo para redimir no se sabe bien a qué pecadores. Sin embargo, he de reconocer que el relato de la Pasión posee algo misterioso que llega a tocar el alma de los que no creemos ni en nosotros mismos.

Este domingo en la iglesia madrileña de San Carlos Borromeo, puro corazón de Vallecas, la Pascua de resurrección tiene sin duda un significado especial. En esta parroquia de tradición obrera nunca se le ha cerrado la puerta a nadie. Allí se dan la paz ex presidiarios y familias obreras, chavales del movimiento okupa e inmigrantes sin papeles, toxicómanos y madres que perdieron a sus hijos por el picotazo sucio de la droga... Un lugar en el que los sacerdotes van vestidos de calle y donde nadie comulga con ruedas de molino sino con rosquillas de harina de trigo que llevan los propios feligreses. Sin embargo, esta gente no debe de parecerle muy homologable eclesiásticamente al arzobispado, porque Monseñor Rouco les ha echado el candado.

La decisión de la jerarquía no puede sorprendernos conociendo la deriva de la Conferencia Episcopal en los asuntos de este mundo. Sin duda la Iglesia española se siente mucho más cómoda ejerciendo su labor adoctrinadora entre las señoras con abrigos de piel de nutria que al acabar el oficio religioso acuden a las manifestaciones convocadas por el Partido Popular como si el credo de esta formación política fuera una prolongación de su fe inquisitorial. Pero una cosa es la liturgia del Vaticano y otra muy distinta, el evangelio cosido a la vida.

Según las Escrituras, en el cielo borrascoso del Gólgota se firmó bajo el rayo un nuevo testamento con el que al parecer Dios inmortalizó el sacrificio de su hijo para que nutriera la fe en la resurrección de los más desesperados. El cristianismo desde entonces no ha hecho más que traicionar el mensaje de su Mesías. Porque el Nazareno nunca fue un tipo al que le gustara rodearse de oropeles ni grandes ceremonias como las que acostumbran a oficiar Papas y cardenales, sino un hombre como todos los hombres, que juraba en arameo, el idioma de los pobres de Israel, la lengua de los pescadores y los perseguidos, de los carpinteros y las putas. Un tipo a veces desesperado que sudaba cuando hacía calor y que tenía sentimientos y dudas como cualquiera y que albergaba también una secreta rebeldía contra Roma. Una especie de anarquista que estaba en contra de la esclavitud y de los mercaderes de Templo. Y que acabó, como era de suponer, crucificado.

Cuentan que en una primavera lejana, tal día como hoy, aquel Jesús de Galilea, resucitó. No sé qué grado de fascinación poética encierra este hecho al que fían ciegamente sus esperanzas millones de desheredados, pero estoy segura de que si el Nazareno tuviera que resucitar ahora, no lo haría entre los grandes mármoles del Vaticano ni en los estudios de la COPE, sino en la humilde parroquia de Vallecas, con vaqueros gastados y una sudadera de chándal remangada por encima de los codos, para bregar en la marea sucia de la vida junto a los tres curas de este barrio que al parecer son los únicos que todavía creen en Dios.

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