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Columna
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A Coruña

A Coruña ha sido siempre una ciudad alabada por su luz y su limpia sensación de transparencia. Y es cierto que la península bañada por el sol ofrece un espectáculo urbano de gran amenidad. Tal vez en el cementerio de San Amaro y en toda la fachada norte de Monte Alto es posible sentir un estremecimiento frío y romántico -uno piensa en el suicidio de Aurelio Aguirre o en la Juana de Vega que se hizo enterrar con el corazón de su marido, el militar liberal Espoz y Mina-, pero lo que le da su auténtico carácter es esa luz que hace de ella una ciudad que merecería ser mediterránea, racionalista y serena.

Cuando uno intenta explicar A Coruña contemporánea descubre hasta qué punto es una cierta opacidad lo que mejor caracteriza a la ciudad. ¿Quién manda? A esta pregunta es más fácil de responder aquí que en otras ciudades del país. Y esto por una sencilla razón: A Coruña es la ciudad mejor fraguada de Galicia desde el punto de vista de sus elites, que forman un lobby muy coherente y con un sentido casi patrimonial de la ciudad. Esas elites, un poco al estilo de La carta robada, el relato de Edgar Allan Poe, han sabido ocupar el espacio y, al tiempo, parecer como que no estaban ahí.

De hecho, no creo exagerar si afirmo que ha habido un oligopolio del poder y de la opinión pública que sólo recientemente ha empezado a cuartearse. La aparición de un nuevo periódico local, la marcha de Francisco Vázquez, la propia existencia de la universidad y, si me apuran, las evidentes diferencias entre Lendoiro y el principal medio de comunicación son todos ellos factores o signos de esa transformación.

Que ello haya sucedido así no es difícil de explicar. A Coruña había sido la capital real de Galicia desde tiempos inmemoriales. Había sido Sede de la Audiencia -en el edificio que ahora es de Capitanía- y era el lugar que albergaba a la octava región militar, a los ministerios y juzgados y otras dependencias administrativas. Esto, en el siglo XIX, había hecho de ella una plaza fuerte liberal y en el primer tercio del siglo XX había facilitado, junto con su incipiente tejido industrial y el peso del puerto, la influencia de las diversas corrientes -anarquistas, socialistas, galleguistas, republicano federales- que más tarde alimentaron el peso de la República en la ciudad.

En realidad, si alguien concentra para mí el sentido de lo que era A Coruña antes de la guerra civil es Milucha Patiño. Su padre, capitán de la Guardia de Asalto, fue fusilado en septiembre del 36 por Queipo de Llano en Sevilla, donde estaba destinado cumpliendo órdenes del gobierno legítimo. Unos años más tarde, siendo todavía una niña recorrió las calles de su ciudad para comprar tela de los tres colores -amarillo, rojo, morado- de la República española con los que confeccionar banderas que luego fueron colocadas el Primero de Mayo de 1946 en una de las más sonadas acciones de la oposición antifranquista. Como otros compañeros, fue detenida al día siguiente y más tarde, juzgada y condenada.

Pero todo eso cambió de signo con la llegada del franquismo. Las nuevas clases medias de funcionarios y militares lo eran de un régimen que necesitaba introducir un corte de la ciudad con su propio pasado. La conversión de A Coruña en la capital de verano de Franco -la nueva San Sebastián de Meirás- fue la mejor ocasión para ello. Al declinar de las clases medias y de la burguesía local que habían protagonizado la República le sucedió el éxito de armadores, constructores y otros sectores enriquecidos en el nuevo clima. Al fondo, Barrié de la Maza, uno de los banqueros que había financiado a Franco. Cuando llegó la democracia al país esa era A Coruña que había. Una mezcla de los viejos valores democráticos y republicanos, muy vivos en tantas familias de la ciudad, con el peso de los nuevos sectores que constituían la base sociológica del franquismo. El genio específico de Francisco Vázquez -y me temo que esto molestará a algunos, pero es algo escrito con vocación notarial- fue, en su momento, crear una amalgama en la que los de una tradición pusieron sus votos y los de la otra, su reconocida capacidad de mando en plaza.

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Vázquez emuló a Alfonso Molina y marcó la historia reciente de la ciudad. Logró crear una conciencia local sobre bases muy conservadoras que no se correspondían con la tradición local, y practicó una política de torreón, cerrándose a su entorno metropolitano -un error- y a las dimensiones productivas de la economía local, a las que perjudicó con sus decisiones -otro error- optando por un modelo de ciudad en la que los servicios y las finanzas poseen el mayor protagonismo.

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