Medio siglo de Europa: decididos a continuar
Como ha quedado demostrado en el escaso ardor con que se ha vivido la reciente celebración, el cincuenta aniversario del Tratado de Roma ha llegado en un momento poco propicio. No se trata sólo de la incertidumbre concreta, como consecuencia del no francés y holandés, sino de un trasfondo más difuso de prolongado desencanto. Es verdad que la integración europea nunca ha suscitado grandes entusiasmos en la población, pero en este momento resulta difícil para el ciudadano apreciar la importancia del proceso y, sobre todo, la dirección del mismo. ¿Qué queremos que sea la UE? ¿Cuáles son los próximos avances en su construcción? Son preguntas que todavía no tienen una clara respuesta y es urgente despejar estas incógnitas.
Estamos de acuerdo en valorar la importancia histórica del proceso pues no existe precedente en la historia del Viejo Continente el que durante medio siglo sus diversos pueblos hayan convivido en paz y estrechado, de forma continua, una próspera interdependencia. Sin embargo, hoy en día la imposibilidad de una guerra entre los Estados miembros es un logro demasiado remoto para los jóvenes e insuficiente para sustentar un proyecto común de unidad. Incluso en un país tan beneficiado por la pertenencia a la Unión como España, el evidente mérito europeo en nuestra mejora económica y en la cohesión social comienza también a asociarse con el pasado. Europa no puede ser sólo una unión económica y monetaria, por muy importante que esto sea.
Ante los ojos del europeo contemporáneo, el estado de ánimo político relativo a la integración se percibe de tono bajo, sin que sirva de consuelo o justificación pensar en la difícil digestión de las sucesivas ampliaciones. Hoy la UE afronta desconcertada la crisis constitucional o las fracturas internas sobre la incipiente política exterior y se sabe insuficientemente armada ante los nuevos desafíos -como la inmigración, la política energética, por no hablar de la seguridad y la defensa- que sólo podrían ser abordados, desde una escala europea.
Reconforta constatar que esta coyuntura no es una novedad en la historia de la integración, donde han sido frecuentes las crisis seguidas de relanzamientos. Mas no conviene confiar en los antecedentes, pues los retos que tenemos que afrontar ahora son de naturaleza distinta. Ya no se trata de mercado y de moneda. Ahora consiste en abordar aspectos que afectan al núcleo duro de la soberanía, esto es a la política exterior, de seguridad y defensa, y a la definición de una auténtica ciudadanía europea.
¿Es posible en el año 2007 y siguientes una reacción vigorosa y un liderazgo político con iniciativa para abordar estas cuestiones? Si de lo que se trata es de mantener el tono menor del proceso y salir como se pueda del actual atolladero constitucional, el futuro inmediato se presenta más o menos propicio pues realmente es inimaginable una alternativa al euro, o al mercado interior. Pero tenemos que ser más ambiciosos para no retroceder.
Hasta ahora los avances, se han realizado trabando equilibrados consensos entre liberalismo y regulación, Estados grandes y pequeños, o subsidiariedad y armonización. Pero ahora hemos desembocado ya en el terreno puramente político, con la particularidad de que o avanzamos en este terreno o retrocederemos en los económicos. En un contexto globalizado sólo se puede salir airoso con el impulso sincero de un proceso constituyente que dote de eficacia a las instituciones y las fortalezca en su legitimación democrática, que incorpore la convergencia fiscal y el Estado del Bienestar entre los objetivos de la Unión; que defina en común la seguridad y los derechos de ciudadanía y, sobre todo, que incorpore la voluntad de ser un auténtico actor internacional con una acción exterior, de seguridad y defensa creíbles y autónomas. Es posible que esos objetivos no puedan ser compartidos, al mismo tiempo, por los 27 Estados miembros. De esta suerte, el avance que hoy se requiere parece difícil con una lógica intergubernamental en la que uno o varios países puedan impedir que los demás vayan más lejos si así lo desean. Y lo cierto es que en la UE casi nunca hemos avanzado todos al mismo tiempo. Siempre ha habido grupos de países que se han planteado objetivos más ambiciosos. No podemos mantenernos siempre en el mínimo común denominador pues en ese caso seremos un "mínimo" en un mundo donde deciden los "máximos".
También España necesita superar el vértigo y colaborar más activamente en ese deseable paso de la Unión a su mayoría de edad política. Porque la acertada apuesta inicial de este Gobierno de aprovechar el Tratado Constitucional para volver al núcleo de Europa debe tener continuidad. La culpa de que no se hayan dado nuevos desarrollos no hay que buscarla sólo en la paralización de las ratificaciones de la Constitución, sino también en una priorización en la agenda interna de asuntos explícitamente subestatales, o en la aparente flexibilidad con que se está abordando la propia negociación de la crisis constitucional. Si a eso unimos el abuso casticista que hace hoy del rojo y amarillo el principal partido de la oposición, obtenemos el cuadro de una ciudadanía algo despreocupada de las vicisitudes europeas.
Porque un europeísmo decidido y de altura exige defender con firmeza el contenido del texto aprobado por los españoles en referéndum; sin mucha concesión renegociadora a quienes han incumplido sus compromisos y ahora sólo desean parchear, con cierta precipitación, el problema que ellos mismos generaron. Sin ambición política y sin firmes determinaciones en el momento en que han ido surgiendo contratiempos, hoy Europa tal vez existiría pero seguramente no habría avanzado mucho más allá de la Unión Aduanera.
Hoy, terminado el periodo de reflexión abierto en 2005, resulta esperanzador constatar que al menos se mantiene un acuerdo de, efectivamente, continuar la obra. Pero querer seguir avanzando es sólo la premisa a la que unir un rumbo bien determinado. Como demuestra este medio siglo de integración plagado de altibajos, conquistas y crisis, mejor o peor resueltas, tan importante es saberse decididos a continuar como que esa decisión sea firme y europeísta. Esperemos que así sea.
Nicolás Sartorius es vicepresidente ejecutivo de la Fundación Alternativas. Ignacio Molina es coordinador de Unión Europea de Opex / Fundación Alternativas.
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