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Columna
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La terca impostura

Una de las características singulares de nuestro tiempo es la desenvoltura con que se enjuician o relatan sucesos o biografías de contemporáneos fallecidos y sin familiares directos que puedan defender su memoria. Cualquier chisgarabís investido del mínimo lustre seudoacadémico, se lanza a husmear archivos, opinar y analizar situaciones y comportamientos del pasado sobre los que no tiene la menor idea.

A veces se trata de cuestiones genéricas, pero muchos desahogados descubren el filón de las biografías como forma de engatusar a editores incompetentes y codiciosos, estimulando la curiosidad del público. He leído recientemente la reseña periodística sobre la personalidad de Edgard Neville y pocas veces coincide número tal de errores y mixtificaciones, urdidas sobre un débil bastidor.

Nevillle fue un fino escritor, apreciable poeta y buen dramaturgo

Neville era un castizo, pese a su origen paterno, diplomático español de estirpe francesa. Un malagueño inteligente y amante de la buena vida. Acudió y ganó las oposiciones al Cuerpo Diplomático, que en los años veinte y treinta del siglo pasado era ocupación de jóvenes adinerados. Cuando adviene la Segunda República está destinado en el Consulado español de Los Ángeles y en el cercano Hollywood coincide con Mihura, López Rubio, Tono y Jardiel Poncela, entonces contratados como guionistas por una de las más importantes firmas cinematográficas. Le importaba un pimiento el trabajo consular que quizá era codiciado por otros funcionarios.

Desde el ministerio, con el que mantenía extravagantes relaciones oficiales, le destituyen y confinan al poco requerido puesto en Cochabamba. Neville contesta con un telegrama oficial cuyo texto era, más o menos: "¿Dónde diablos está Cochabamba?", lo que significa su apartamiento definitivo de la carrera.

Esto va a coincidir con el principio de la Guerra Civil. Se incorpora a la zona nacional, lo cual resultaba lógico: era rico, conde de Berlanga de Duero, partidario de la buena mesa y de los privilegios de su situación social. Ello lo hacía compatible con la amistad intelectual que mantenía con Lorca, Buñuel, Dalí y otros también adinerados "hijos de papá", cuyas familias podían pagar la alta cuota de la Residencia de Estudiantes, que era una pensión costosa donde, además, se hicieron cosas muy buenas.

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Fue Neville fino escritor, apreciable poeta y buen dramaturgo. Presentarle como disidente o perseguido es una impostura gratuita y un engaño, como tampoco era un entusiasta de la dictadura, algo, por principio, que repele a todos los espíritus críticos y cultivados. Podría también parangonarse con otro funcionario, Agustín de Foxá, conde de Foxá, que tuvo iniciales problemas al incorporarse a la España de Burgos, pero eso le ocurría a cualquiera en tan convulsas fechas y caóticas circunstancias.

En aquella singular y excepcional sociedad se podía hacer casi de todo y costaba poco guardar las formas. Edgar Neville, separado de su esposa, vivió una larga relación con la bella Conchita Montes, universitaria, actriz poco más que mediana y excelente pareja del ex diplomático. Vivían en la misma casa, en pisos distintos y no hacían el mínimo esfuerzo por ocultar su intimidad que sólo les concernía a ellos y de lo que estaba al cabo de la calle la legítima esposa. Edgar tuvo dos hijos, uno de ellos, Rafael, de parecida notoriedad, hizo clamorosa gala pública de su insolente homosexualidad, recubierta por un talento atrabiliario fuera de serie.

Dudo que Edgar tuviese amistad estrecha con Dionisio Ridruejo y menos aún, en el plano personal, con Ortega y Gasset. El fementido autor le atribuye misiones importantes en Londres, lo que es más que dudoso en un joven novato en la carrera. Escribió guiones de cine, comedias, novelas y un sinnúmero de colaboraciones en diarios y semanarios de la época y el sistema.

Al final de su vida lo que más le interesaba en este mundo era un buen almuerzo. Se dormía en cualquier parte. Una de las últimas veces que le vi fue en el restaurante Mayte. Estaba roque y le zarandearon para despertarle: "¡Vamos, Edgar, que aquí no se puede dormir!". Él, soñoliento, respondió: "¡Y que lo digas, con el ruido que hacéis!". Y es que, así no se escribe la historia.

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