A tortazos
Como el cirujano que, tras una operación de hígado, va a la tasca de enfrente a comerse unos riñones al jerez, así contaban los cronistas de los ochenta cómo los políticos, al igual que los actores, después de un agrio debate parlamentario, dejaban al "personaje" en el hemiciclo y marchaban con el adversario a tomar unas tapas. Ese cruce de amistades antinatura que al ciudadano le podía parecer un síntoma de cinismo era, muy al contrario, una escenificación de tolerancia que finalmente a los ciudadanos españoles, poco instruidos en las prácticas democráticas, nos venía como anillo al dedo para entender que el político ha de tener unas espaldas bien anchas y ser capaz incluso de mantener una amistad sólida no marcada de principio a fin por la ideología. Este tipo de amistades no tan infrecuentes fueron las que propiciaron milagros de bondad en la guerra, las que permitieron que el amigo de un bando salvara la vida del amigo del bando contrario. Son recuerdos que se repiten en la narración oral de la contienda, de la nuestra y de las otras; la emocionante excepción del que se salta sus principios para salvar a un ser humano. No sé si los políticos de hoy, dado el nivel de bilis que se respira, son capaces de preguntarse a la salida del Congreso por la familia. Sea como fuere, debieran hacer acopio de la necesaria sensibilidad como para percibir que alguna línea hemos traspasado cuando se dan escenas como las que vimos ante el Tribunal Superior de Justicia del País Vasco. Ahí está, lo que algunos escupen protegidos cómodamente en su escaño puede acabar a tortazos en la calle. Me costó entender qué era lo que resultaba más inquietante de ese momento, di con ello: no es lo mismo ver cómo jóvenes radicales salen a la calle cargados de un fanatismo ideológico bien pertrechado de violencia hormonal que contemplar a personas de edad lanzarse insultos repugnantes y rubricar la faena con una patada en los huevos. ¿Pueden hacer algo los que tienen poder? De momento, resulta pasado de dramatismo que el político vaya impepinablemente jaleado por un comité de autobombo cada vez que declara ante un juez. Como si hubiera de despedirse de los suyos porque va al Matadero.
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