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Columna
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El silencio

¡Cómo están las palabras, oiga! Coge una palabra cualquiera y vale hoy el 30% o menos que ayer (pero, ay amor, algo más que mañana). Su cotización está cayendo en picado. El Ibex 35 de la Semántica está ya por los suelos. Por ejemplo, ya no se dice crítica, sino crispación. Antes se sabía que la democracia era el sistema menos imperfecto para solucionar los conflictos de la vida en sociedad, pero, como soñamos cada vez más con una Arcadia donde todo sea bondad y ausencia de lo negativo, es decir, vida sin problemas (¿nos lo habrá pegado el nacionalismo, para quien independencia es igual a cero conflictos?), cuando alguien dice que algo va mal pensamos que sólo busca confrontación, pelea, lucha a jamonazos.

Yo no sé si eso está en la base de ciertas anomalías semánticas que tienen que ver con la distorsión y la retorsión de los términos, pero aquello de al pan, pan, y al vino, vino sólo se utiliza en los restaurantes, y eso en el mejor de los casos, basta ver qué pan dan algunos y cómo cobran cualquier calducho. Lo que nos lleva, por la vía del salchucho, a la estimación que hizo, el otro día, el fiscal de las palabras de Otegi. Sostuvo el acusador -un eufemismo- público que lo que Otegi vertió en el homenaje a una etarra fueron opiniones. Y no tuvo para ello en cuenta el contexto en el que fueron vertidas, cosa que a lo mejor no tenía que hacer. Pero el propio abogado del Estado convino en que las susodichas opiniones eran abominables y horrendas, de ahí que uno, que no sabe de leyes, se sienta cuando menos desconcertado porque unas opiniones de ese calibre pronunciadas donde se pronunciaron y en honor de quien se hicieron bien podrían suponer un deslizamiento hacia otra cosa como la exaltación, sobre todo porque los homenajes se hacen para eso, para exaltar a alguien. Pongamos que esté equivocado y que aquello no fue la exaltación de nada -excepto quizás de la habilidad de Otegi-, por lo que hizo bien el fiscal en dejarle absuelto. Entonces, ¿a qué vinieron las amenazas previas de retirar la acusación si la Audiencia Nacional no se avenía a aplazar el juicio hasta después de las municipales?

He dicho amenazas, pero seguramente he cometido un exceso de lenguaje, porque debía de tratarse de otra opinión, de ahí que ya no me atreva a calificar las palabras del Gobierno vasco cuando manifiesta que a los jueces no va a salirles gratis el sentar otra vez a Ibarretxe en el banquillo (debe de tratarse de una especie de publicidad de esas de llévese gratis la segunda escoba cuando compra una, pero a la inversa), ni lo que clama Batasuna cuando expone que sin Navarra -pero quieren decir realmente territorialidad- nada, o cuando juran que el Gobierno firmó acuerdos con ETA. Pero eso creo que se llaman mentiras. Y aquí entramos en el terreno resbaladizo de la palabra de moda.

Admitamos las mentiras de las armas de destrucción masiva y de la hipótesis ETA sin aplicarles ningún atenuante del tipo fue muy ingenuo quien se creyó la primera y la propaló sin adoptar cautelas o fue muy plausible la segunda hasta que dejó de serlo (y aquí resulta más criticable que el cuándo el cómo, es decir, el no haber gestionado la crisis con la oposición del momento). Por gordas que ambas mentiras hayan podido ser, ¿justifican tachar de mentiras cualquier crítica proveniente de quien las emitió? ¿No será la forma más fácil de contrarrestar la labor de quien por definición debe oponerse (aunque también consensuar)? Y aquí es donde entra en escena una palabra, descalificación, que está subiendo como la espuma, aunque un tanto artificialmente y por mutua retroalimentación. Estamos llegando a unos niveles de ruido insoportables y la cordura parece haber desaparecido no sólo del panorama político, sino del vocabulario. Por eso, no tiene nada de extraño que haya cada vez más gente buscando retirarse no a una torre de marfil, sino a una cueva para disfrutar del silencio. Y tal vez para practicarlo, porque resulta cada vez más difícil no ya entenderse sino hablar buscando hacerlo.

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