Roma en dos tiempos
La primera vez que vine a Roma estuve alojado en el monte Mario, en el Albergue de la Juventud. Ocurrió en el tórrido verano de 1959, cuando, con sólo cien dólares en el bolsillo y dos kilométricos de tercera de tren -pasajes muy económicos que permitían, durante un tiempo determinado, bajar y subir en cualquier estación-, Julia, mi esposa de entonces, y yo realizamos la proeza de recorrer cinco ciudades italianas a lo largo de un mes sin desfallecer de hambre y pasándola bastante bien.
El secreto estaba en caminar mucho, evitando incluso los autobuses, y alojarse siempre en los Albergues de la Juventud, que, en Italia, eran más que decorosos y baratísimos, aunque había que pagar parte de la hospitalidad tendiendo camas, barriendo pisos y pelando papas. Pero el ambiente era simpático, multicultural y babélico y una fuente inagotable de informaciones útiles para el viaje. Sólo en Venecia resultó el albergue un problema más que una solución, pues, como estaba situado en la isla de la Giudecca, las idas y venidas a la ciudad en el motoscafo significaron un forado considerable en nuestro presupuesto. Los museos eran bastante caros, incluso para estudiantes, y muchos de ellos no pudimos visitarlos. Nos consolábamos con las gratuitas iglesias, pero en Roma hicimos un doble dispendio -la Capilla Sixtina y una representación de la ópera de Aída, en las termas de Caracalla, de la que, creo, sólo alcanzamos a ver, en nuestros remotos asientos, al par de elefantes que en un momento dado irrumpían espectacularmente en el escenario- por culpa del cual debimos suprimir a Sicilia del itinerario. Yo quería llegar a Palermo, a entrevistar a Danilo Dolci, un socialista cristiano que en esos años intentaba organizar a los campesinos de esa región para defenderse de las exacciones de que eran víctimas por parte de latifundistas y mafiosos. Pero como nos quedamos sin blanca debimos regresar de prisa a Madrid, en un viaje interminable de más de treinta horas, gastándonos las últimas liras en la estación de Roma en unos panecillos sin relleno y sin gracia.
Cuando les cuento estas anécdotas a mis nietas Josefina y Ariad-na, a las que estoy mostrándoles las maravillas de Roma en estos días, advierto en sus ojos un escepticismo tenaz. Al principio pensé que lo que les resultaba difícil de creer es que su abuelo hubiera pasado tantos apuros económicos en su primera venida a Roma, pero luego descubrí que lo que las deja totalmente incrédulas es que yo hubiera sido, alguna vez, un adolescente, uno de esos jóvenes mochileros venidos de medio mundo que nos salen al paso por todos los rincones del paisaje romano. Quién como ellas, están todavía en esa deliciosa edad en la que el flujo del tiempo no existe, cuando la vida es nada más que puro presente inmóvil.
¿Por qué, en este viaje, el recuerdo de aquella primera visita a Roma, de hace casi medio siglo, no se aparta casi de mi memoria? Debo haber venido a esta ciudad desde entonces una docena de veces por lo menos, acaso más, y es la primera vez que ese recuerdo me acompaña como mi sombra. Hasta me he soñado con aquella cena en casa de Julio Macera, la única cena digna de ese nombre -con mesa puesta, vino, servilleta y postres- que tuvimos en todo aquel mes. A lo mejor se debe a que, como en aquella primera visita, dispongo en ésta de todo mi tiempo, soy por cinco días un ser absolutamente libre, sin otra obligación que escudriñar las bellezas y fealdades de la eterna ciudad: ni conferencias, ni presentaciones de libros, ni entrevistas, ni cócteles. Esta felicidad me sobreviene tan rara vez que, pese a pasarlo tan bien sirviendo de cicerone a Josefina y Ariadna, por momentos me ataca el remordimiento y me siento abusando de la ociosidad.
Son los últimos días de un invierno de mentiras, caluroso y con sol. Bares y restaurantes han sacado sus mesas a las veredas y uno camina por las calles del centro literalmente entre pastas y pizzas, oyendo todas las lenguas del planeta. Yo recuerdo, en aquellos días calenturientos del verano romano, cómo a Julia y a mí se nos hacía agua la boca cada vez que
pasábamos junto a una heladería o veíamos a los turistas, en las mesas de la calle, atragantándose con esos manjares indescriptibles, los helados italianos.
A mis nietas las historias de Rómulo y Remo, amamantados por una loba, les encantan, así como las de los mártires cristianos devorados por las fieras en el Coliseo y acribillan a los guías con preguntas sobre el particular. Pero los frescos de Miguel Ángel, Botticelli y el Perugino en la Capilla Sixtina las dejan más bien frías, aterradas como están en medio de esta muchedumbre medio asfixiada en el estrecho local a la que las palmadas constantes de los celadores, imponiendo un silencio que ellos no hacen más que romper, confunde, irrita y tiene al borde de la explosión. Para entrar a San Pedro hacemos una paciente cola de casi una hora y media, pero, adentro, resulta casi imposible divisar la Pietà, de la que nos separa una espesa masa, un verdadero bosque humano compuesto, en partes iguales, por seminaristas y japoneses. Les digo que hace cincuenta años todavía era posible acercarse hasta las mismas orillas de estas estatuas y murales y quedarse allí todo el tiempo del mundo, contemplándolas.
Cuando les cuento que, aunque parezca un crimen de lesa cultura decir esto, mi mejor recuerdo de mi primera venida a Roma no fueron los museos ni las basílicas ni las ruinas, sino la invitación a cenar que nos hizo un amigo peruano, ya avecindado y casado en esta ciudad, Julio Macera, tampoco me creen, pero es la verdad. Fue una experiencia inolvidable y deliciosa comer tan bien, en un ambiente tan cálido y grato, sin tener que calcular a cuánto ascendería la cuenta.
De todas mis anécdotas de aquel viaje la que divierte más a Ariadna y Josefina es la aventura de Ostia. Hasta parece que me la creen. Ocurrió tal cual. Fuimos a conocer Ostia y después de dar un larguísimo paseo por la playa y las casas de veraneo, entramos al restaurante que parecía más pobrecito. Entonces, a diferencia de ahora, los restaurantes no exhibían sus menús con los precios a la entrada, para que el parroquiano supiera a qué atenerse. Cuando, ya sentados en una mesa, pedimos la carta, nos dio un patatús. Aquello era carísimo, totalmente fuera de nuestro alcance. Nos dio vergüenza levantarnos. Optamos por una fórmula ridícula: pedir sólo una ensalada para Julia y un vaso de agua para mí. El camarero nos observaba con una sonrisita burlona, perfectamente al tanto de nuestro problema, sin creer un ápice que yo no pedía nada por un asunto de salud. Al final, se apareció no con un plato, sino con una enorme fuente de ensalada, y dos cubiertos, que colocó en medio de nosotros, con un guiño entre solidario y maquiavélico. Pero lo más extraordinario estaba todavía por venir. Cuando le pedí la cuenta, movió negativamente la cabeza, y nos sonrió, señalando la puerta: "Niente, niente". Ariadna, que es la más pequeña, quiere que vayamos a Ostia ahora mismo, busquemos el restaurante de mi historia, indaguemos hasta dar con ese hombre magnífico, comamos allí y lo premiemos por lo que hizo con una gran propina.
Si algo ha cambiado mucho en Roma en todo este tiempo son las librerías. Sigue habiendo muchas, y hay incluso algunas, como la nueva que acaba de abrir Feltrinelli en la Galería que lleva el nombre del actor cómico Alberto Sordi, gigantescas. Pero ya son librerías sólo a medias, porque en todas las que visité, cuatro o cinco, los libros ocupaban sólo una parte de las estanterías, dedicada la otra a los vídeos y los discos, secciones que por lo general atraían un público más numeroso, y, sobre todo, más joven que el que merodeaba entre los libros. En cambio, no encontré una sola de esas pequeñas librerías polvorientas y familiares, que uno escarba siempre esperanzado en el hallazgo, que estoy seguro de haber descubierto siempre en mis viajes anteriores. Seguramente existen todavía, pero cada vez más pocas y más apartadas de los circuitos turísticos, empujadas hacia los márgenes y las catacumbas, al igual que en todas las otras ciudades del mundo. No lo digo de manera plañidera. Me parece muy bien que ahora las librerías sean grandes almacenes donde los libros comparten el espacio con las películas y la música, que a mí también me gustan mucho. Lo que no deja de inquietarme es que aquellos caros amigos parecen estar como a la defensiva, en una lenta retirada, conscientes de su inferioridad frente a competidores tan solicitados y poderosos.
Lo que en Roma no cambia nunca son las escalinatas de Piazza di Spagna, que no recuerdo haber visto nunca vacías, sino siempre abarrotadas de jóvenes que, de mañana, de tarde y de noche, se asolean o enfrían allí bajo el sol y las estrellas o la lluvia, contemplando el aire, los contornos ocres y dorados, en un estado de concentración hipnótico. Es un imán que atrae invenciblemente a todos los forasteros, incluidos por supuesto los italianos del interior que vienen a conocer Roma. La palabra mágica es una palabra tan usada y abusada que ya no sirve para casi nada. Pero no sé qué otra emplear para describir este extraño espectáculo que siempre me ha recibido en Roma: el de esos centenares de personas trepadas y acuñadas en las escalinatas de la plaza de España, mirando fijamente al frente, o al cielo, o a los adoquines de la calle, embebidas, absortas, sin duda descansando pero también divagando o sumidas en aquella vacuidad que para las religiones orientales representa la sabiduría. ¿Se concentra aquí el espíritu de la vertiginosa historia que ha vivido esta ciudad y es eso lo que imanta a tantas muchachas y muchachos y los tiene aquí, horas de horas, en estado de inercia, aquejados de una especie de sonambulismo? En todo caso, Josefinita y Ariadna me exigen trepar esas gradas y sentarnos allí, nosotros también, un largo rato. No se pasa mal, en verdad, transubstanciado con las piedras romanas. Aunque no lo tengo en la memoria, es muy probable que Julia y yo lo hiciéramos, aquella vez. Lo que entonces no hicimos es lo que vamos a hacer ahora, después de un largo rato de contemplación del vacío, mis nietas y yo: sentarnos en la primera terraza romana donde haya una mesa libre y empastelarnos el estómago de helados.
© Mario Vargas Llosa, 2007. © Derechos mundiales de prensa en todas las lenguas reservados a Diario El País, SL, 2007
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