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Columna
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Elogio de unos zapatos

La semana ha dejado en Euskadi días de temporal, con rachas de viento azotando los cristales, las conciencias, y noches de granizo helando las avenidas. Es como si un invierno tardío hubiera venido a jugar con nosotros; como si durante meses el invierno se hubiera escondido y sólo ahora, en su recta final, se permitiera algunas bromas; bromas como la de contradecir, siquiera por unos días, la atroz premonición del cambio climático. Porque, ¿no es el cambio climático uno de los temas de la temporada? En efecto, el cambio climático está de moda. Lo cual retrata el carácter frívolo y banal de la actualidad informativa: si el cambio climático describe un verdadero fenómeno ambiental, por rápida que sea la mudanza, harán falta décadas para hacerse visible. Pues bien, en nuestra pequeña, estúpida contabilidad moderna, el cambio climático se convierte en el tema de la semana. Es como si la transformación del latín en un abanico de lenguas romances, en vez de ser un proceso de siglos, apareciera de pronto como noticia en la última actualización de la prensa digital.

Sí, el cambio climático está de moda (lo cual nos permite augurar que el año próximo nadie hablará de él, porque la moda siempre es efímera y pronto habrá más novedades, también ecológicas), pero la meteorología de los últimos días ha obrado a modo de contrapunto: hace un frío de mil demonios. Es como si un invierno dudoso, impreciso, que casi no ha creído en sí mismo, hubiera al fin reunido las fuerzas suficientes para hacerse notar. Morir matando, dice este marzo de turbiones, remolinos y aguaceros.

El furioso invierno epilogal ha traído a mis extremidades un hábito periódico y antiguo: el uso de unos legendarios "zapatroncos" (como siempre se dijo en mi casa madre), unos pesados zapatos de agua, con vocación de botas, vulgares pero eficacísimos a la hora de hacer su trabajo. Pasan los años. Pasan por mis zapatos los inviernos, los días encharcados de granizo, y aún mantienen su rigor impermeable, su blindaje acogedor.

Claro que anécdotas tan modestas como esta explican las carencias de las leyes en otras cosas tan benéficas, del libre mercado, porque no siempre se pueden cruzar con eficacia los productos de la oferta y los deseos de la demanda: si pudiera, me compraría ahora mismo una docena de pares de ese modelo pero, ¿dónde encontrarlos?, ¿quién diseñó estos zapatos?, ¿qué máquina, qué sabio torcedor de cuero dio forma a ese caparazón perfecto? Pasan por casa mocasines y alpargatas, zapatillas y playeras, sandalias y botas mercenarias, pero sólo los viejos zapatos, reservados para la guerra de los días crudos del invierno, parecen atravesar indemnes los años y las décadas, mientras el resto de mi calzado, con la misma cautela de los hombres cobardes, desiste de la lucha a las primeras de cambio.

Declaro que cuento con unos envidiables zapatos para este marzo que termina, pero lamento haber olvidado dónde los compré, cuál era su marca, qué artesano o qué artefacto alcanzó la renacentista perfección de fabricarlos. Y siento la pesadumbre de seguir comprando otros zapatos más lujosos, más atractivos, pero sabiendo ya que serán una farsa, porque nunca lograrán igualar ni en eficacia, ni en reciedumbre, ni en confort, a mis viejos zapatos de agua. Poco se ha escrito sobre zapatos, pero poco mejor que la Carta a un zapatero que compuso mal unos zapatos, del excelente e injustamente disminuido Juan José Arreola. Por suerte, la carta al divino creador de mis zapatos debería ser distinta. Han pasado por mis pies toda clase de tortuosos ensamblajes, botas fraudulentas y no menos fraudulentos zapatos invernales. Pero sólo el viejo par continúa impermeable por fuera y asombrosamente cálido por dentro.

Pasan los años y mi par de zapatroncos aún es el mejor. Presiento que no hay cambio climático que se le vaya a resistir. De hecho, ya ha sobrevivido a la última oleada de malas noticias y pronto podrá enfrentarse, no tengo la menor duda, a la próxima catástrofe ecológica.

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