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Reportaje:IV CONGRESO DE LA LENGUA

La rara virtud de Colombia

Piedad Bonnett

Suelen los pueblos, al intentar caracterizarse, fabular sobre sus propias virtudes. También es frecuente que, al juzgarlos, los demás incurramos en generalizaciones. Se afirma, por ejemplo, que los franceses son antipáticos, los ingleses fríos, los caribes alegres, los argentinos prepotentes y los irlandeses y los rusos grandes bebedores. Qué tanto hay de verdad en estas afirmaciones es algo que siempre podremos discutir, sin que, por supuesto, podamos llegar nunca a ninguna parte.

A los colombianos se nos atribuye, además de las consabidas máculas que nos hacen sospechosos en toda parte, una rara virtud: la de hablar el mejor español de Hispanoamérica. Hemos hecho nuestro ese mito hasta el punto de oírlo repetir en la escuela, al lado de otros de igual tenor, como que nuestro himno es uno de los más bellos del mundo o que somos un país de poetas. Y no faltará quien se jacte y se dé ánimos con tales creencias.

Verdad o no, resulta intere

sante examinar los elementos que pueden reforzar tal percepción. El primero tiene que ver, creo, con la forma de pronunciar que tenemos los habitantes de la montaña, o del altiplano, que no nos comemos las eses finales, como los habitantes de la costa de Caribe, y más bien tendemos a veces a vocalizar en exceso. Y con que, además, llenamos nuestra conversación de esas amables fórmulas que nos legaron los antepasados -"hágame el favor", "no faltaba más", "mi Dios se lo pague", "siempre a la orden", y hasta el anacrónico "sumercé"- que a veces impacientan a los españoles, más expeditos y bruscos en la comunicación.

Por otra parte, solemos afirmar que "no tenemos acento", que hablamos con una neutralidad sonora que nos diferencia notoriamente de otros hablantes del español, como los argentinos o los mexicanos. Pero esto puede ser sólo ilusión: cuando alguien dice a un colombiano que habla "muy bonito", muy seguramente se refiere a que le gusta su particular entonación, su "cantadito".

La impresión de que hablamos un mejor español puede provenir también de que en nuestra lengua perviven montones de anacronismos, que nos devuelven a un español ya olvidado en la Península. Mi madre, por ejemplo, que nació en una apartada región montañosa donde perduraron las más curiosas costumbres españolas, usa a menudo expresiones dignas de Cervantes o Quevedo. Cuando de niños no queríamos movernos nos llamaba "estafermos" -término frecuente en las novelas de caballerías- y para enfatizar algo dicho usa el más anacrónico y poco usual giro: "ello sí". Claro está que no todo el mundo habla como mi madre, una señora que ya llegó a los 80 años. Pero además creo que mi teoría se derrumba fácilmente, pues sin duda en otras partes los anacronismos también abundan.

En lo que poco nos igualan

es en nuestra tradición de gramáticos, filólogos, lingüistas. Colombianos fueron Rufino José Cuervo, que a los 23 años había escrito ya, con su amigo Miguel Antonio Caro, poeta y traductor, una gramática latina, y que, años más tarde, produjo el portentoso Diccionario de construcción y régimen de la lengua castellana (1886-1893); el mismo Caro, de quien cuenta Malcolm Deas que cuando dos señores vinieron a indagarlo sobre la diferencia entre "estar dormido" y "estar durmiendo", contestó, echando por la borda sus modales, que la misma que entre "estar jodido" y "estar jodiendo"; y Marco Fidel Suárez, presidente de la República y apasionado del idioma, que escribió en once tomos Los sueños de Luciano Pulgar. Entre los pocos apasionados del manejo de la lengua, podemos encontrar hoy al muy iconoclasta Fernando Vallejo, quien en días pasados gritó, angustiosamente, en medio de una conferencia sobre Cuervo: "¡Carajo, esta lengua se murió!". Y al periodista Daniel Samper, de quien se sospecha es el autor de una columna que absuelve dudas gramaticales bajo el seudónimo Moliner.

La verdad es que, como escribió alguna vez Manuel Alvar, "no hay un español mejor, sino un español de cada sitio para las exigencias de cada sitio". Esa verdad puede llegar a ser perturbadora. Me he enterado de que algunas editoriales españolas no quieren traducciones americanas, aduciendo que sus lectores no las entienden. Los lectores hispanoamericanos, por su parte, maldicen cada vez que se les atraviesa un "gilipollas" o un "a por agua". Y es que nada puede detener el curso de la lengua viva. Ni aun los heroicos esfuerzos de las academias por propiciar un español culto, que lime las incontables diferencias.

Piedad Bonnett (Colombia, Antioquia, 1951) es poeta y novelista de libros como Para otros es el cielo.

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