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Tribuna
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La España ofendida

La política española ha iniciado un trayecto enormemente desconcertante y de consecuencias imprevisibles. Después de años de contención y disimulo, ha aparecido un nacionalismo español descomplejado y dispuesto a reivindicarse en lo más añejo y rancio de sus sentimientos y discursos, sin temor a las consecuencias que esa reivindicación pueda generar en la siempre difícil arquitectura del Estado de las autonomías. Ciertamente es la derecha más conservadora la que se ha levantado esgrimiendo el orgullo patrio. Y lo ha hecho con éxito, para qué nos vamos a engañar. Poco importa la guerra de cifras. Pero nadie se debería llevar a engaño pensando que eso son cosas de la derecha. Lamentablemente hay indicios más que suficientes para pensar que, en el estadio en el cual la política española se encuentra en estos últimos años, una parte de la izquierda ha sucumbido también a esos cantos de sirena nacionalistas, aunque eso sí, con una estética mucho más contenida. Entre los nacionalistas españoles de izquierda los himnos, las banderas y las proclamas públicamente agitadas incomodan. Pero tampoco tendríamos que olvidar del todo quiénes y cuándo, por ejemplo, toman la decisión de que en la plaza de Colón ondee una gigantesca enseña, más propia de una apuesta del ministro de Defensa del momento para entrar en el libro Guiness que de un país que requiere inteligencia en la gestión de los símbolos y la explotación de los sentimientos patrios.

La España ofendida ha matado al patriotismo constitucional que muchos decían defender

Hay que destacar que ese fluir generoso del sentimiento nacionalista español emerge como continuación de una apuesta política mayoritaria desde Cataluña que buscaba consolidar unas bases jurídicas y políticas sólidas desde las cuales superar los tradicionales desencajes que han protagonizado y determinado las relaciones Cataluña-España. Sólo hay que hacer una incursión en la hemeroteca para recuperar mensajes permanentes de destacados políticos catalanes, empezando por el president Maragall, donde se insistía en que lo que se perseguía con el nuevo Estatuto era adecuar el marco del autogobierno a las nuevas necesidades casi tres décadas después de su puesta en marcha; tejer unas nuevas complicidades que permitieran que la cuestión del autogobierno no apareciera en la agenda política catalana y española en, como mínimo, toda una nueva generación, y superar también la retórica nacionalista catalana que, según Maragall, impedía avances en otros ámbitos sumamente importantes. La realidad, sin embargo, siempre se impone al discurso voluntarista de lo que debería ser. Y no hay muchas dudas de que la realidad política española -y, lo que es más preocupante, también la social- ha dado pruebas evidentes no sólo de no estar por la labor de aquello que desde Cataluña se proponía, sino además, de considerarlo una ofensa.

A ojos de muchos españoles Cataluña ha ofendido al resto de España con su propuesta estatutaria. No sólo con la que el Parlamento catalán aprobó en primera instancia el 30 de septiembre, sino también con la que finalmente aprobaron las Cortes Españolas y el pueblo catalán refrendó en la urnas. Nos podríamos preguntar si ese sentimiento de ofensa se debe al contenido de la propuesta estatutaria o al simple hecho de que desde Cataluña se replanteara la posibilidad de reformar el Estatuto, es decir, a la osadía de impulsar unilateralmente la redefinición del marco del autogobierno. Mucho me temo que se trata de esto último. Tal y como se han desarrollado las cosas, quién sabe si la ofensa hubiese existido de igual manera aunque el texto enviado por el Parlamento catalán para su aprobación última en el Parlamento español hubiese sido una traducción al catalán de la Constitución de Cádiz de 1812. Lo que está en cuestión desde el primer día no es si Cataluña es o no una nación, sino si el Parlamento catalán debía impulsar un nuevo Estatuto e, indirectamente, si el Parlamento catalán tenía legitimidad a ojos de muchos españoles para hacerlo. Retomemos de nuevo la hemeroteca para recordar cómo las primeras críticas en esa cuestión eran sobre la inoportuna, y decían también innecesaria, reforma estatutaria. La ofensa para muchos españoles es previa a conocer el contenido y reside en la osadía de aplicar lo que el propio ordenamiento constitucional prevé si esa aplicación no ha nacido con el beneplácito de determinados sectores políticos, sociales y mediáticos españoles.

Es evidente que podemos analizar la situación creada a partir de los errores de percepción de la clase política catalana, de analistas y de otros sectores afines. Pero sería sugerente, aunque sólo fuera una vez en la historia de nuestro país, que no nos mirásemos tan acomplejadamente a nosotros mismos, sino que tuviésemos la osadía de comprender y analizar lo que ocurre en España sin sentimiento de culpa sobre cómo hemos procedido o dejado de proceder. Ha habido una propuesta inicial del Parlamento catalán; ha habido un pacto con el Gobierno español; ha habido los informes de constitucionalidad preceptivos; ha habido negociación y aprobación parlamentaria, y finalmente el texto ha sido refrendado en las urnas. Con todos los altibajos que uno quiera -ya hemos hablado de ellos con generosidad en otros momentos- el proceso estatutario ha sido culminado procedimental y jurídicamente de manera impecable. ¿Sigue siendo esto un motivo de ofensa para muchos españoles? La respuesta es sí y la afirmación que se deriva de la respuesta es que España tiene un problema. Si la mayoría actual no sabe articular un discurso que construya la España plural y sólo se atreve a defender ante el Tribunal Constitucional el Estatuto catalán buscando una sentencia interpretativa diluyendo el pacto estatutario y dejando el Estatuto a los vaivenes de la situación política española, el problema de España se agranda. La España ofendida ha matado al patriotismo constitucional que muchos decían defender. Quizá muchos de los que hablaron de él no habían leído, ni tan siquiera oído hablar, de Habermas. Cosas que ocurren.

Jordi Sánchez es politólogo

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