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Columna
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Extraño olvido

El mejor tributo a las víctimas de la inolvidable masacre de 2004 tiene ahora por escenario la sede de la Audiencia Nacional en la Casa de Campo. Ningún otro acto público está dotado de mayor grandeza para recordar a nuestros muertos que aquél que les hace justicia. Además, el culto funerario implica casi siempre un provecho para nosotros mismos, una manera de honrarnos, y la aclaración de todo lo que pasó, por qué pasó, y quiénes fueron sus autores está sirviendo a la vez para consuelo de los familiares de los muertos y para la tranquilidad de aquellos otros vivos que han querido saber siempre la verdad de lo ocurrido y tendrán ahora una oportunidad añadida: conocer casi todas las mentiras que se han vertido sobre lo que sucedió y en las que algunos se obstinan.

Pero Madrid cuenta también desde el pasado día 11 con un espacio de gran hermosura para que el recuerdo de sus muertos de Atocha se haga permanente: un monumento lleno de luz y de palabras. Se trata de un cristalino escenario de la memoria para quienes se fueron, tan transparente como la justicia cierta, pero también del espacio en el que la ciudad se recuerda a sí misma. Si los familiares de las víctimas, víctimas son, y también a ellos alcanza la honra de sus muertos, nadie podrá negarle a la ciudad su condición de víctima. En ella, cada 11 de marzo, vuelvo a recordar al poeta Juan Larrea: "En todas las ciudades / a la misma hora / alguien nos espera / y de todos los trenes / una mano nos llama".

No han corrido la misma suerte al parecer otras víctimas del terrorismo, como las que fueron asesinadas en 1986 por el terrorista Iñaki de Juana Chaos en la plaza de la República Dominicana, convertida de improviso en santuario. Ignoro por qué faltó celo para erigirles allí el monumento que sin duda merecieron y por qué quienes de súbito honran su memoria no los recordaron hasta ahora. Hace ya tiempo que aquella plaza pudo haber cambiado de nombre para llevar el de estas víctimas. Y ahora, que se le quiere llamar plaza de la Dignidad, no sabe uno si quienes lo piden se refieren a la dignidad de aquellos muertos involuntarios o a la de ellos mismos. Habrá que recordarles, por si acaso, que dignidad significa cualidad de digno, y que si digno es el merecedor de algo no hay duda de que las víctimas merezcan una plaza, pero también que dignidad significa gravedad y decoro de las personas en la manera de comportarse, justo lo que parece haber faltado en días pasados junto a aquella fuente. Porque si bien parece que el nuevo monumento a las víctimas del 11-M guarda numerosos testimonios de amor a los homenajeados, los mensajes que acompañaban a las flores del inesperado rapto de amor por las víctimas de la plaza de la República Dominicana encerraban más insultos para quienes han decidido atenuar la prisión del verdugo sanguinario que para el verdugo mismo y para sus víctimas. Es como si en los mensajes contenidos en el culto a los muertos del 11-M, que forman ahora parte del monumento de Atocha, se olvidara a los muertos y a sus criminales asesinos y se tratara de denostar a quien se pudiera entender que con sus malos pasos atrajo a los terroristas, como si no fueran éstos los únicos culpables, o a quien por conveniencia propia quiso cambiar de identidad a aquellos terroristas. No obstante, al ver al ex presidente José María Aznar, sonriente, quizá porque ya fuera tarde para el luto, depositando allí sus patrióticas rosas, quedaba uno confortado. La foto de quien recuerda con flores a sus muertos siempre es más positiva que la de quien se asocia a un proyecto bélico que sigue acabando con la vida de muchos inocentes.

Hay que congratularse en consecuencia de que las víctimas del 11-M sean reconocidas y homenajeadas a tiempo, y que no caigan nunca en el olvido, pero también es de desear que jamás sean utilizadas por nadie para traficar con los muertos. No parece de buen gusto, sin duda, y además corremos riesgos de que según le vaya en la fiesta partidista a cada cual empiecen a instaurarse, con fines electorales, lúgubres santuarios en las plazas públicas, en los antiguos paredones de fusilamiento, en las vallas de los cementerios y en las antiguas cunetas de las carreteras.

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