Los nombres de los ahogados
Cuando se ha sido -lo sigue siendo- tan crítico literario como lo ha sido Miguel García-Posada -lo sigue siendo- pase que se decidiera a escribir sus memorias, La quencia, en tres volúmenes, y las publicó hace unos pocos años Península, unas memorias literarias muy interesantes poco complacientes, en muchos casos, con los demás, pero tampoco consigo mismo.
Otra cosa es tentar la suerte con la novela, ahí te querían ver, algunos, deudos, damnificados, agraviados, memoriosos. Tiremos alto, para empezar; ya le pasó a Clarín, el de los paliques, que se hizo, además, novelista. Dejó, eso sí, La Regenta, que pocos alcanzan; entraron, algunos, a degüello, el alguacil, alguacilado, etcétera.
LA SANGRE OSCURA
Miguel García-Posada
Algaida. Sevilla, 2006
212 páginas. 18,65 euros
En el índice onomástico de las memorias de García-Posada no aparece un nombre, el de Jesús Amián, un compañero sevillano de facultad, parrandas, amoríos y utopías políticas, allá a finales de los años sesenta, del protagonista de esta novela. Y, sin embargo, creo haber entrevisto su sombra -"con dignidad murió. Su sombra cruza", es un verso de Aleixandre, se lo tomo prestado a García-Posada, y también éstos de García Lorca, "... el mar recordó ¡de pronto! / los nombres de todos sus ahogados"-. Sí, creo que asoma, digo, su sombra en más de una esquina del segundo volumen, por ejemplo, Cuando el aire no es nuestro.
Y cabe pensar, fuese quien fuese, realmente, este ficticio Jesús Amián -¿no mueren siempre jóvenes los elegidos de los dioses?-, que de aquellas páginas memorísticas ha surgido esta novela, que mira hacia atrás sin ira, pero también sin melancolía. El protagonista de esta narración, tan poco complaciente, tampoco ésta, con un pasado reciente, aquellos años tristes y grises del tardofranquismo, vuelve a su ciudad a dar una conferencia y el pasado le estalla entre las cuartillas: qué fue de Amián, aquel elegido por los dioses, quien se paró en seco, en plena juventud, Moisés lúcido que descubre desde un mirador, que no desde un merendero, que abajo no hay tierra prometida ni secarral que se le parezca, y decide cortar por lo sano: cada generación tiene sus suicidados, y a lo mejor, a lo peor, es posible eso que dicen de que a uno siempre le suicidan los demás.
Lo cierto es que si en esa
noche de la novela, tras la conferencia, aquel joven Amián, hubiera podido asistir a esa ceremonia de la confusión -entre humos, alcohol y reproches mutuos- de esos que fueron sus amigos, amantes y camaradas, desencantados y desorejados que no logran purgarse de las hierbas tóxicas de las utopías mal digeridas, igual los pasa a todos a cuchillo o se queda, aliviado, donde estaba.
A Miguel García-Posada le ha salido, la verdad, una novela generacional -qué fue de aquellos que subrayaban aquel libro, el oficio de vivir, de Pavese, ilustre suicida, por cierto- bastante triste, bastante poco complaciente. Triste recuerdo generacional: enmendando los versos de Lorca, el mar no los recordó: los arrojó a la orilla, a todos los ahogados, náufragos de aquellas utopías. Una novela triste ésta, vaya.
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