Una santidad laica
Ya nos recordó Fernando Savater (San Sebastián, 1947) en su Diccionario filosófico (1995) que hay que devolver a la filosofía su "primigenia actitud de beligerancia impía contra las creencias indemostrables". También ahora, en La vida eterna, su filosofía se muestra decididamente atea; pero no menos ocupada en fundar, en ese lugar vacío de la religión, la propuesta de una santidad sin fe ni Dios ni, sobre todo, sumisión a sus representantes eclesiásticos. El curioso, pero no escéptico, lector hallará aquí razones para afinar su propia actitud ante lo sagrado, así como sólidos argumentos -de pasada- con que combatir en favor de una comunidad política lo bastante laica.
Comencemos preguntando, entre suspicaces y escandalizados, cómo es posible la fe entre personas inteligentes y en qué creen quienes dicen creer. En contra de la blandura posmoderna, que permite balbucear respuestas que no comprometen demasiado, tomaremos en serio la confesión del creyente: que hay un Dios y una vida más allá. Lo incontestable, con todo, sigue siendo que esa creencia religiosa no tiene otra raíz que el deseo por antonomasia, tal como explicó Feuerbach mejor que nadie. La fe no es tanto producto del miedo a la muerte como del afán de inmortalidad; o, si se prefiere, el miedo a morir resulta menos un temor al castigo divino que a la perdición definitiva de cada uno. Así que la fe consiste en creer lo que no vemos... y más deseamos, en otorgar existencia a lo que echamos en falta por encima de todo, en ofrecer la seguridad básica al ser que -por estar cierto de su límite- vive en la inseguridad radical. Pero es precisamente la incontenible energía de ese deseo de salvación individual la que hace a la creencia religiosa sospechosa de falsedad: "La fe salva, luego miente" (Nietzsche).
LA VIDA ETERNA
Fernando Savater
Ariel. Barcelona, 2007
256 páginas. 17,50 euros
El lector hallará razones para afinar su actitud ante lo sagrado y argumentos a favor de una comunidad política laica
Vivir como si fuéramos inmortales a sabiendas de que somos mortales, tal sería un lema adecuado
¿Y acaso no se ha sostenido que la existencia de la sed no prueba la existencia de la fuente? Sí, y es cierto, pero tampoco porque falte la fuente se vuelve ilusoria o disminuye nuestra sed; al contrario, hasta la puede excitar más todavía el que se sepa condenada a no saciarse jamás. Al desplegar el deseo que subyace al impulso religioso asoma en las páginas de Savater el contenido del eros platónico. Pues aquella ansia de no desaparecer que atraviesa al único mortal sabedor de su muerte habrá de ser incalmable por su mismo carácter incolmable. Como todo verdadero deseo, su tragedia se revela en la renovada decepción que experimenta el sujeto a la hora de plasmarlo en objetos y en tiempo limitados; en suma, en no poder dejar de querer y no poder alcanzar lo querido. Sólo que todo ello muestra también que somos los únicos seres finitos capaces de imaginar lo infinito, criaturas terrenales empinadas a la altura de lo trascendente. Preciosos y patéticos, nos adjetivó Borges. Por ahí se perfila la gran cuestión: cómo mantenerse firmes en la inquietud de aceptar a la vez nuestra menesterosa encarnadura corporal y nuestra afinidad con lo divino, el deseo de inmortalidad y su ejercicio imposible...
Vivir como hombres nos pide resistir en esa tensión irresoluble; quedarse más acá o ir más allá de ella serían otros tantos modos de degradar nuestra dignidad.
Junto a otras salidas menores, se ofrecen dos escapatorias principales a semejante desafío. La ciencia, para ser consecuente con los propios requisitos de su quehacer, habrá de eliminar las cuestiones religiosas por emotivas e inverificables. En su búsqueda de lo verdadero, limita su atención tan sólo a lo cognoscible, pero entonces deja fuera lo más interesante; o, como diría Gabriel Marcel, convierte en "problema" lo que más bien apunta al "misterio" que nos constituye... Frente a esta negación por defecto de lo sagrado, la fe representa su negación por exceso. Que nadie se extrañe. Mientras lo religioso se expresa en la pregunta impaciente por el más allá de la muerte y estrecha los lazos que nos vinculan a los demás morituri, cualquier fe trae consigo la respuesta segura -aunque infundada- que obstruye o cancela aquella pesquisa inacabable y deja su administración a una iglesia. De ahí que, a una con el autor, al final no podamos sustraernos al dilema "entre lo que puede convencernos
... y aquello que contra toda verosimilitud podría salvarnos".
Pero el caso es que tampoco
nos vale ni lo uno ni lo otro. Si la ciencia se desentiende de lo que no puede comprender y nada promete para remediar nuestra carencia primordial, la fe domesticada y sus variados sucedáneos nos brindan sus promesas al precio de renunciar a nuestro valor de individuos razonables y libres. La garantía presunta de nuestra inmortalidad exige en contrapartida rendir la razón y someternos al Señor, lo mismo que nuestros primeros padres tenían prohibido comer del árbol de la ciencia para seguir disfrutando del paraíso. En una palabra, se nos pide comprar la salvación a costa de nuestra perdición. La fe susurra que quien quiera ganar su vida la perderá: sólo alcanzaremos la vida eterna si renegamos de la vida buena, que es la propiamente humana y la única a nuestro cargo. Sobra decir que no tenemos deber más alto que el de escoger esta vida buena, mortal pero esforzada y autónoma, frente a aquella vida eterna, una ilusión para obedientes o perezosos...
Mejor aún, la tarea sería detectar y perseguir la eternidad potencial de nuestra biografía según ciertas vías que Savater nos sugiere. Por de pronto, gracias al reconocimiento de lo sagrado inmanente a la propia existencia, esa dimensión de anhelo insatisfecho que define nuestra humanidad: lo sagrado no declara la naturaleza de Dios, sino la humana. Se trataría asimismo de hacer de la muerte un refuerzo de la vida, a base de elegir una forma de vida tan plena que nos ayude a sobrellevar la desgracia de su inexorable final. Vivir como si fuéramos inmortales a sabiendas de que somos mortales, tal sería un lema adecuado. Es verdad que alguna clase de inmortalidad hemos alcanzado ya los seres irrepetibles que pensamos y queremos por encima del tiempo. Pero el proyecto moral, la voluntad de ser santos sin desmentirnos, nos convoca además a "vivir como si mereciésemos esa inmortalidad, como si nada en nosotros estableciese complicidad con la muerte o le rindiese vasallaje".
Se notará que les estoy recomendando con entusiasmo sumergirse en este último ensayo de Savater. Y es que no hay tema más digno de ser meditado, por mucho que esa meditación no nos traiga la luz que buscamos y sólo logre ahondar nuestra perplejidad. Bueno, ¿y qué, si pensar es siempre meterse en honduras?
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