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Columna
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Jacques Chirac

La carrera política más larga de la V República francesa ha concluido este fin de semana a propia mano. El presidente Chirac le ha administrado la cicuta al zombi de sí mismo en que se había convertido desde que perdió en 2005 el referéndum de la Constitución europea. Estaba políticamente muerto y, sin duda, lo sospechaba, pero han hecho falta varias catástrofes más para que tirara la toalla: la revuelta de la banlieue, un amago de derrame, y la obviedad de que casi nadie quería cinco años más de chiraquía. La tercera generación, la de los nietos de la V República, se retira con quien ha servido sin pausa al Estado desde que en 1967 De Gaulle le nombrara ministro, a los 34 años. Tal ha sido su ubicuidad oficial, que el director de Le Monde, Jean-Marie Colombani, le dedicó un libro titulado El Residente de la República.

¿Quién ha sido este último ocupante del Elíseo? Si De Gaulle era una cierta idea de Francia, y François Mitterrand, una cierta idea de sí mismo, Jacques Chirac es la obsesión de ser todas las cosas a un tiempo, aunque sin una gran idea. Es la Francia rural, a la que se entregaba con entusiasmo de granjero amateur para sobarle el lomo a la primera vaca que se pusiera a tiro; el tecnócrata emergido de las instituciones más prestigiosas del país; el político marrullero y despiadado con todo el que se cruzara en su camino, pero, en la mejor línea del clientelismo católico-latino, capaz de reconocer las deudas contraídas por compadrazgo político; social centrista, en ocasiones, y en otras, neoliberal, pero mejor lo primero que en lo segundo, como corresponde a un estatólatra de la gran nación; y, en todo momento, un temperamento ciclotímico, dado a severas depresiones, sobre todo en los últimos años en que las desgracias parecían no venir nunca solas. Cuenta quien ha husmeado por palacio, que ante la acumulación de malas noticias, podía encerrarse tardes enteras en su augusto despacho, para ordenar que no le pasaran llamadas, mientras se dedicaba a consumir ingentes cantidades de salchichas, generosamente regadas de cerveza. Todo ello podría resumirse con una lapidaria formulación: oportunismo y melancolía; debilidad ideológica, en cualquier caso, que contrastaba con una extrema permeabilidad ante las circunstancias, pero no está nada claro que eso agote el personaje. A Mitterrand, otro gran táctico, no le entusiasmaba la idea de sumarse a la gran coalición de la primera guerra del Golfo, pero, después de hacer creer a algún próximo colaborador que se resistiría a ello, prefirió ir con la corriente; De Gaulle, en cambio, entendió que Francia no podía tener política propia mientras viviera prendida en las redes militares de la OTAN, y eligió las tinieblas exteriores, que después de todo no fueron tan inhóspitas. Y Chirac, asimismo, eligió el non serviam contra Washington, ausentándose de la segunda guerra de Irak.

Lo más peculiar de Chirac es que, siendo tan francés -¿y hay alguno que no lo sea?- tenía también algo de político norteamericano. Era el francés de todos los franceses; alguien que ni les amedrentaba jupiterino como De Gaulle; ni les impresionaba a guisa de modernidad tecno-empresarial como Giscard; ni les sorprendió con la independencia con la que fue capaz un día de matar al padre-general para sucederle, como Pompidou; ni les fascinaba con el despliegue de incienso y maniobreo jesuítico como Mitterrand.

Chirac, con toda su formación y capacidad, con su afición por la poesía oriental, con su excelente conocimiento del mundo exterior y en particular de Estados Unidos, cuya lengua habla con soltura y buen sabor de boca -mucho mejor que el inglés fuertemente acentuado de Giscard o el catacúmbico del general- era capaz de parecer un hombre del pueblo al pueblo; de hacer sentir al interlocutor cómodo y grato en su presencia; de reírse de sí mismo y, con coquetería, de reconocer ante la Prensa todo lo demagogo que hubiera llegado a ser. Es indiscutible, sin embargo, su non placet Hispania, así como que consideraba que los pueblos ibéricos tenían las manos especialmente manchadas de sangre. Chirac pidió perdón al pueblo judío por Vichy, y eso le honra. Pero nunca hizo lo mismo con Argelia.

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