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Columna
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Elegía de la propina

Hay gestos y hábitos que se van perdiendo, sin que nos percatemos, lentamente producidos por la confluencia de circunstancias que rigen los cambiantes ritmos de la existencia y pilotan la nave de la moda o la costumbre. La propina fue uno de esos ingredientes que no se sabe bien cómo empezó y que se nos escurre de entre nuestra vida cotidiana. La hemos conocido como el suplemento entregado voluntariamente a quienes nos servían de comer o beber, nos acomodaban en el cine, llenaron el depósito de combustible o prestaron cualquier servicio ya pagado. En Madrid nunca fue objeto de discusión, como ocurría, especialmente, en Francia y en Inglaterra cuando, después de la guerra, los turistas eran injuriados y, a veces, agredidos, por no pagar suficientemente ese peaje de buena voluntad. Especialmente peligrosos eran los taxistas y los camareros.

Por definición y origen de la palabra supone, mediante unas monedas, lo que consistió en invitar a beber, como ilustraba, en las penúltimas ediciones, el DRA. Los académicos, en su loable afán de embrutecernos y hurtarnos erudición, lo han suprimido en la última hornada, quizá porque viene del latín y no todos lo entienden. Era así en español y en casi todos los idiomas europeos. Los franceses, más explícitos y literales la llaman pourboire, para beber; en alemán varios cuartos de lo mismo: trinkgeld, dinero para beber. O sea, que cuando a algún camarero le dejamos esos cuartos iniciamos una juerga por todo lo alto: "Tú me sirves una copa, yo te propino otras" y así hasta cantar el Asturias, patria querida. Afortunadamente, la cadena suele interrumpirse a tiempo. En inglés también: tip y unos renglones más abajo encontramos a los derivados específicos: tipple, empinar el codo, hasta tipsiness, tajada, turca, pítima, merluza, que de sinónimos andamos bien provistos.

Quedamos en que la histórica costumbre de atormentar al vidrio se pierde en la noche de los lenguajes y que derivó hasta dejar, un poco a ojímetro, entre el 5% y el 10% de la factura. Hubo un tiempo -hace 40 ó 50 años- que este suplemento comenzó a considerarse como un gesto obsceno, ofensivo, un insulto al trabajador que ya percibía el salario teóricamente justo. Por parte de la clientela más chula, se decía: "La propina envilece, empobrece y ni Dios te la agradece". Y, desde el otro lado del bastión: "La propina afrenta al que la recibe", con lo que el inicial rumboso no sabía a qué carta quedarse. Incluso hubo lugares donde se manifestaba, en sitio visible: "No se aceptan propinas".

Se arbitró una fórmula transaccional, el tanto por ciento, "la propina incluida", lo que, a mi entender, atentaba contra un sentimiento íntimo: la generosidad y la forma de recompensar un servicio amable y diligente, que encarecía ese impulso, porque rarísimas veces me fueron devueltos los óbolos tras la advertencia de ya haber sido cobrados.

Estaba institucionalizada incluso en los casinos de juego. Por un recelo injustificado, apenas he visitado uno o dos españoles. Pero en lejana época frecuenté los franceses y algunos alemanes e italianos. De estos últimos, sin saber por qué, salía con la impresión de que me habían hecho trampa. Al lado del crupier hay una ranura que se traga las fichas entregadas por gratitud o hábito y que provocaba la fórmula ritual: "Merci, messieur, pour les employés". En el lenguaje de las salas de juego, por tradición, sólo se empleaba el género masculino, aunque hiciera tiempo que las damas se acodaban sobre el tapete verde. Hasta allí llegaron las reivindicaciones clasistas y las últimas veces habían variado sutilmente la frase: "Merci, pour le personel". Propinas que no iban íntegramente a los empleados, sino que, hecho el recuento al final de la noche -curiosa ceremonia que contemplé varias veces-, el fisco se llevaba la mayor tajada y el resto se distribuía entre los trabajadores, incluidas las señoras de la limpieza.

Relacionado con las propinas, de las que soy partidario, se inició, a raíz de la transición política, un nuevo hábito en los restaurantes madrileños, desde los lujosos hasta los de medio pelo: la moda de saludar con abrazos y palmadas en la espalda al cliente habitual por el propietario o el maître, con efusión, respeto e indudable afecto. "Encantados de verle por aquí, don Fulano. Venga, venga a su mesa", lo que llenaba de satisfacción al cliente. También se adoptó el trámite de que el dueño se sentara a la mesa del parroquiano, invitándole, por supuesto, a una copa. Ambas cosas creaban nuevos y democráticos lazos humanos.

Desde el punto de vista de las relaciones personales lo encontraba estupendo, correspondiendo cordialmente al apretón o al abrazo, pero sentía que el gesto igualitario y cariñoso me cortaba. Y al pagar la cuenta, por pudor, omitía la propina, aunque no olvidaba volver a estrechar la mano amiga. De esto quedaban excluidos la encargada del guardarropa y, si era el caso, el aparcador del coche, que conservaban las distancias, quizá por no tener sueldo fijo o subsistir gracias a la generosidad del visitante. Apretón de manos o propina, he ahí el dilema.

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