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Columna
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O te entregas, o mueres

Imagínense por un momento el contenido de la mochila de un estudiante de Secundaria. A primera vista lo único que hay dentro son lápices, cuadernos y libros. Pero si uno presta atención, se da cuenta de que no se trata de simple material escolar, sino del bagaje interior de un adolescente, por eso fascina asomarse a su interior. Hojeando el libro de Biología, por ejemplo, un alumno medio es capaz de enfrentarse con cierta solvencia al enigma de la respiración pulmonar, de la reproducción por esporas o de la función clorofílica, por mencionar sólo tres misterios con bastante más interés que el de la Santísima Trinidad. Si continuamos con el manual de Ciencias Sociales, el mismo estudiante puede hacerse una idea aproximada de los obstáculos que tuvo que vencer la ciencia a lo largo de los siglos para imponerse al oscurantismo que, entre otras cosas, consideraba el telescopio un instrumento del diablo. Del mismo modo que la escuadra y el compás guardan el secreto de la Geometría, los libros de texto encierran bajo su dimensión práctica un deseo de trascendencia. El chaval que va cada mañana al instituto con las manos en los bolsillos, lleva en la mochila su propio espíritu a cuestas.

Pero imagínense ahora lo que sucede en la mente de ese muchacho al desembarcar en el aula. A las 9 de la mañana, cuando suena el timbre, entra el profesor de Ciencias Naturales con un proyector de diapositivas para ilustrar su clase sobre el funcionamiento del aparato reproductor. Como es un profesional concienciado, aprovecha la ocasión para informar a sus alumnos de las enfermedades de transmisión sexual, del peligro del SIDA y del uso del preservativo como única forma de detener la expansión de una pandemia que ha provocado millones de víctimas en todo el mundo. Hasta ahí todo en orden. A la hora siguiente le toca dar clase a la profesora de Religión, que sigue escrupulosamente las directrices de la Conferencia Episcopal en materia de preservativos, porque sabe que su puesto de trabajo, a pesar de estar subvencionado por el Estado, no depende de la salud pública, sino de los principios fundamentales de la Santa Madre Iglesia, cuya doctrina en pleno siglo XXI viene avalada por el Dios del Apocalipsis y su lugarteniente en estos pagos, monseñor Rouco Varela. A continuación el mismo alumno asiste a una clase de Literatura sobre San Juan de la Cruz, cumbre de la poesía mística española y doctor de la Iglesia que fue condenado por la Inquisición y encarcelado por no someter su espiritualidad al dictado de los cardenales.

A la una y media el chaval sale del instituto sumido en el más absoluto desconcierto. Puede que la educación sólo consista en ir acumulando contradicciones, pero luego que nadie se queje cuando un estudiante sometido a fuerzas tan encontradas, acabe entendiendo las cosas a su manera, como aquel alumno que leyó en latín la famosa frase pronunciada por Cicerón ante el Senado para denunciar la confusión de una época: oh, tiempos, oh costumbres (¡Oh, tempora, oh mores!) y la tradujo: "O te entregas, o mueres". Una respuesta que encierra en el fondo su dilema de supervivencia.

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