Dudosa felicidad occidental
Según las descripciones al uso, los habitantes de los países desarrollados debemos de vivir en el infierno. El liberalismo salvaje extiende la miseria, la ignorancia y la violencia; se multiplican los contratos basura; el capitalismo multiplica el número de los desheredados; a pocos les alcanza para encontrar un lugar donde dormir; la contaminación del aire se extiende; los mares se envenenan; las temperaturas se disparan y, con ellas, los casquetes polares se derriten como cubos de hielo bajo el duro sol de agosto; la sociedad de consumo nos sigue embruteciendo; avanzan con paso indeclinable el racismo, el fascismo, la explotación; los mileuristas no atisban un rayo de esperanza a sus problemas alimenticios; y los jóvenes no ven la menor alternativa al actual desierto social, cultural, deportivo, polideportivo, sexual y musical.
La ciudadanía europea parece resistirse a una visión dantesca de sí misma ¿De dónde surge tanta felicidad? ¿Qué demonios piensa la gente de sí misma?
Difícil concebir una organización social más indigna que la nuestra, producto terminal de ese desecho denominado Occidente. Y eso que la historia y la geografía nos ofrecen un amplio muestrario de sociedades ejemplares, en las que deberíamos encontrar inspiración: el París de la Edad Media, con aquellas ratas gordas, portadoras de la peste bubónica, las aldeas de la India en que los niños formaban parte de la dieta de los tigres, esas hambrunas africanas, aquellas epidemias de gripe y de viruela, las ciudades mayas, donde los pequeños eran sacrificados a dioses insaciables, la culta Atenas, en que miles de personas eran esclavas... Incluso los enclaves paradisíacos (sí, esas islas de las películas, en las que siempre hace buen tiempo y cuyas playas muestran hileras de fecundos cocoteros), siempre emplazados, como recuerda Jared Diamond, en medio de incalculables extensiones oceánicas, y donde el aborto, el infanticidio y al canibalismo eran la respuesta antropológica a una crónica escasez de tierra firme...
Sí, paraísos modélicos, muy distintos a la ominosa sociedad en que vivimos, consumista, materialista, sometida a los intereses de las multinacionales y sobre la que echan pestes toda clase de especistas y animalistas, ecólogos y teólogos, en una confusa amalgama ideológica (donde conviven desde Al Gore a Leonardo Boff) y que casi nos lleva a añorar el rigor combativo del marxismo. Pues bien, a pesar de lo que tantos y tan vehementes predicadores gritan constantemente, la ciudadanía europea parece resistirse a una visión dantesca de sí misma.
En efecto, el Eurobarómetro ha realizado un estudio que constata cómo los europeos se declaran muy satisfechos con sus condiciones de vida. Según los datos, se considera feliz un 97% de los daneses, un 95% de los holandeses, un 94% los belgas. También un 93% de luxemburgueses y finlandeses nada en la felicidad. Felices los británicos, en un 92%. Y los españoles vienen después, con el 90%. Pero estos datos no pueden sorprendernos: hace pocos años se hizo pública la encuesta Los valores de los vascos y navarros ante el nuevo milenio, que ofrecía datos similares: más del 93% de los vascos se consideraba muy o bastante feliz. Entre los jóvenes, la felicidad llegaba a ser casi insultante: 99%.
¿De dónde surge tanta felicidad? ¿Qué demonios piensa la gente de sí misma? ¿Misterios de la vida o de la encuesta? ¿Será que el neoliberalismo salvaje pervierte el criterio de las masas? Debe de tratarse de eso, porque la nuestra es una sociedad horripilante. Los profetas lo recuerdan constantemente. Caminas por la calle y no ves más que gente atormentada. Y no digamos nada si se trata, por ejemplo, de un viernes o un sábado por la noche. Ahí ya es el holocausto: los espectros desnutridos que se arrastran en busca de una precaria yacija; la muerte, la pobreza y el desastre extendiéndose por doquier, las víctimas del libre mercado plañendo, tañendo, mientras en las calles oscuras y desiertas corre un viento hostil, susurrante, que levanta cartones y periódicos, mientras un famélico perro solitario destripa las bolsas de basura, en busca de la última peladilla comestible.
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