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Sombras

España, como cualquier otro país, verbigracia Estados Unidos con su embrollo en Irak, tiene problemas de mayor o menor cuantía. Entre los más serios, figuran la interminable pesadilla de ETA y la inacabable consolidación del Estado de las Autonomías. A ello se suma una larga lista de otras cuestiones: inmigración ilegal, narcotráfico, blanqueo de capitales y fraude fiscal, burbuja inmobiliaria y corrupción, violencia de género, inseguridad ciudadana, accidentes laborales y de tráfico, contaminación del medio, acceso difícil a la vivienda, paro de jóvenes y mujeres.

Frente a ello cuenta nuestro país con dos formidables activos que le permiten ser parte desde hace ya veinticinco años del grupo de países avanzados. Somos una nación rica en el plano mundial, con una economía que crece más aprisa que muchas otras, pese a defectos subsanables. Tenemos, además, una democracia estable, sin amenazas internas desde la lejana y fracasada intentona golpista del 23-F de 1981, aunque es cierto que padecemos, igual que medio mundo, la amenaza del terrorismo islamista, uno de cuyos zarpazos nos golpeó cruelmente en 2004. Una amenaza, sin embargo, que no pone en entredicho nuestras libertades.

En ese panorama, en su conjunto claramente positivo, han surgido últimamente sombras que no se sabe si son meramente coyunturales o bien indican que nuestra democracia no está tan consolidada como creíamos. Me refiero a la llamada crispación, que caracteriza de un tiempo a esta parte a la vida política española. Se trata de algo muy negativo por la razón siguiente. En toda democracia tiene que haber algo tan elemental como la posibilidad de que las elecciones deparen nuevas mayorías parlamentarias y con ello el consiguiente intercambio de los papeles del gobierno y de la oposición. Ésta es así casi un gobierno in péctore o, como dicen los británicos, un gobierno en la sombra. La alternancia requiere, claro es, la existencia de al menos dos grandes partidos capaces de gobernar. Esos partidos tienen lógicamente que criticarse entre sí, ya que han de convencer a los ciudadanos que lo que ofrece cada uno es mejor que lo del otro. Pero también han de respetarse mutuamente. Si la oposición descalifica por principio al Gobierno, correrá el riesgo de verse a su vez descalificada cuando le toque gobernar. Y un país no puede vivir instalado en la descalificación permanente, aunque sólo sea por la mucha energía malgastada en el vano quehacer de denostarse unos a otros, amén de que los enfrentamientos políticos encarnizados suelen crear dinámicas cada vez más contrarias a la convivencia. Decir que, bien la izquierda, bien la derecha, no sirven para gobernar es una gravísima afirmación, pues equivale a negar la posibilidad de la alternancia, que es la base misma de la democracia.

¿Cuál es el origen de la crispación que padecemos? Desde que perdió las elecciones en marzo de 2004, la derecha ha seguido una línea de pugna total y constante con el Gobierno. Tal cosa, llevada al extremo al que se ha llevado, no había sucedido hasta entonces, al menos desde la transición, ni sucede en ningún otro país avanzado. Sus razones no están claras. Quizá influyera el mucho enfado que causó en el Partido Popular el perder unas elecciones que creía ganadas. O bien simplemente predominaron en la dirección de ese partido los llamados halcones. O acaso el hecho de que los socialistas decidiesen gobernar desde posiciones más a la izquierda de las adoptadas en épocas anteriores, aunque fuera siguiendo, por lo demás, lo anunciado en su programa electoral, empujó a los populares a hacer una oposición sin matices. O tal vez todo se debiera sin más a que el PP eligió deliberadamente una determinada estrategia por pensar que la confrontación permanente era la mejor o incluso la única manera de ganar las elecciones siguientes.

Esto último, huelga decirlo, no se dirimirá hasta dentro de un año, pero es fácil prever que de aquí a entonces la crispación no hará más que aumentar. En esa tesitura caben dos análisis alternativos, uno más optimista y otro más pesimista. El optimista consistiría en decir que como España es hoy un país avanzado, donde predominan en los ciudadanos las posiciones moderadas, el que el Partido Popular se haya desplazado más y más hacia la derecha no le reportará los votos de centro que son, se dice, los que deciden las elecciones. En esta perspectiva y tras una nueva derrota, el PP se verá obligado a cambiar de línea política y a centrarse, con lo que la crispación desaparecerá. A ello contribuiría el que un eventual Gobierno socialista también estaría probablemente más centrado, al haber aplicado ya los aspectos principales de su política de izquierdas.

Pero también cabe otra teoría bastante más pesimista, Según ella, España no es políticamente un país avanzado y en razón de nuestra historia y de nuestra escasa solera democrática, todavía tendemos mayoritariamente hacia posiciones extremas, a diferencia de otros países desarrollados. En el nuestro habría así un sustrato de animadversión profunda hacia nuestros adversarios políticos, una aversión que no se manifestaba pero que estaba latente desde la transición y que ahora ha vuelto a surgir pujante. Por ejemplo, serían muchos los españoles que considerarían a la izquierda totalmente inepta para gobernar por razones congénitas y sólo necesitarían un pequeño estímulo para manifestar públicamente su santa indignación porque haya un gobierno socialista. Como, además, en la política de confrontación los socialistas suelen entrar al trapo, las descalificaciones recíprocas se generalizan y estamos como estamos.

Hay que decir que lo mismo que hay una extrema izquierda, es inevitable que haya en España una extrema derecha, porque la hay en todas partes. Lo insólito es que sean sus posiciones las que marquen la vida política. No es un país avanzado aquél en el que la derecha acuse permanentemente a la izquierda, cuando gobierna, de rendirse ante el terrorismo, de romper la unidad de la patria, de acabar con la familia, de aplicar una política exterior nefasta, de tener un presidente que no da la talla. Como tampoco sería un país avanzado aquél en el que se tildara a la derecha de autoritaria y retrofranquista. El que se manifiesten esas posiciones nada tiene de particular, pues en todo país hay extremismos. Un 5% de extrema izquierda y otro tanto de extrema derecha son porcentajes hasta cierto punto lógicos en una sociedad donde subsisten muchas insatisfacciones. Lo peculiar y lo preocupante de la actual situación es que el principal partido de la oposición haga suya una línea política extremada y ésta sea coreada y fomentada por medios de comunicación con mucha audiencia y hasta por la emisora de radio de los señores obispos. Si el partido socialista se dejara arrastrar, como a veces parece que tiene la tentación, a posiciones igualmente extremadas, ya sea desde el Gobierno o bien desde la oposición cuando vuelva a ella algún día, retrocederíamos tres cuartos de siglo en nuestra historia.

Ante tan tenebrosa eventualidad, hay que ser optimista y pensar que simplemente estamos viviendo una legislatura que quedará como un cuatrienio peculiar, al que sucederá una situación de normalidad política acorde con muestro nivel económico y social. Otra cosa sería terrible, pues pondría en cuestión los cimientos mismos de nuestra sociedad.

Francisco Bustelo es profesor emérito de Historia Económica en la Universidad Complutense, de la que ha sido rector.

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