'Euroethos'
El juicio contra el semanario Charlie Hebdo, que se abrió en los tribunales franceses el 7 de febrero y prolonga la polémica sobre las caricaturas de Mahoma, destapada en septiembre de 2005 con su publicación en el danés Jyllands, pone una vez más de relieve la necesidad de configurar un Euroethos, un carácter europeo desde el que procurar la integración política y la económica.
Así han debido entenderlo aquellos a los que corresponde, y por eso uno de los proyectos financiados por la Unión Europea en su Sexto Programa Marco, y dirigido por Michele Nicoletti, lleva por título "Euroethos. Explorando el alcance de un Ethos europeo pluralista". Si Europa quiere construirse como una sociedad basada en el conocimiento, tiene que conocer, entre otras cosas, si comparte un carácter desde el que orientar la política y la economía, o si no es el caso.
Tal vez el rótulo elegido no sea muy feliz, porque los términos griegos, como êthos, son disuasorios en una cultura que, desgraciadamente, ha dado la espalda a los estudios clásicos. Pero es difícil decir mejor con una sola palabra que Europa ha de entenderse a sí misma, saber si cuenta con un carácter, con unas formas de vida, que constituyen su peculiar modo de habitar en el contexto mundial. Debería en esto seguir la recomendación que se hace a las empresas en un mundo globalizado: en tiempos de incertidumbre máxima, si la empresa desconoce su identidad, si no sabe quién es ni qué se propone, perderá hasta en lo más básico, que es la cuenta de resultados. ¿Pero cómo reconocer la propia identidad ética, cuando se trata justamente de una sociedad moralmente pluralista?
Un buen método consiste en investigar qué protestas se levantan desde distintos grupos, recalando en los medios de comunicación y también en los tribunales, y ver si los valores desde los que se reclama tienen cabida en esa identidad moral: el episodio de las caricaturas de Mahoma, los conflictos con el velo islámico, con los crucifijos o los belenes en las escuelas estatales, el problema de la transfusión de sangre en el caso de los Testigos de Jehová, la exigencia de alimentos lícitos para los musulmanes, la petición de los shijs de sustituir cascos por turbantes, las demandas de exención de trabajar en determinados días, y tantos otros asuntos que desatan polémicas.
Si la economía, como dicen algunos, rigiera en solitario los destinos del mundo, los problemas estarían resueltos. Por poner un ejemplo, ya existen en Europa alimentos, cosméticos y medicinas, elaborados de acuerdo con las exigencias del Islam, ya existen productos halal, lícitos según los preceptos religiosos. Cierto que es difícil designar algún tipo de autoridad que compruebe si los productos aparentemente lícitos han sido elaborados siguiendo las normas. Pero ése es el tipo de problemas que no tarda en encontrar solución: si hay un buen interés económico, se encuentra. A fin de cuentas, es una nueva versión de los alimentos para vegetarianos, o para gentes con colesterol "malo" y para diabéticos. El secreto estriba en conseguir un número de consumidores suficiente como para hacer el producto empresarialmente interesante.
Y ésa suele ser la vía que se emplea en lo que Hegel llamó de forma mucho más hermosa "la lucha por el reconocimiento". Queremos que se reconozca, también en la esfera pública, nuestra identidad personal, religiosa, sexual, política, y parece que el camino habitual es la lucha, la protesta, la reivindicación. Camino amargo, si los hay, y no sólo porque muchos caen en el trayecto, sino porque llegan a la meta únicamente los que consiguen el suficiente poder como para alcanzarla. Poder económico, cuando se alcanza un número suficiente como para conseguir que se le haga caso, o se obtiene la financiación necesaria de fundaciones o de organizaciones más o menos transparentes. Poder político, porque ¿a qué partido le amarga una buena cantidad de votos, que pueden acabar inclinando la balanza en uno u otro sentido? Y también el poder social de quienes están lo suficientemente bien situados en una nueva "guerra de posiciones" como para tener la influencia necesaria. Los demás, los sin poder, aunque sean una mayoría, quedan fuera.
Pero no es éste el camino del reconocimiento de las diferencias que debería recorrer Europa, si cree en aquellos valores y derechos que recogió al comienzo del Tratado Constitucional; un tratado que afortunadamente quiere relanzar Angela Merkel y ojalá tenga éxito. Reconocer los derechos de los que tienen poder, a fin de cuentas porque lo tienen, es renegar de nuestros valores más básicos.
Por eso conviene recoger aquella idea clásica de una ciudadanía compleja, que se elabora tomando lo que es común a los ciudadanos y también las diferencias legítimas. No cualesquiera diferencias, porque los miembros del Ku-Klux-Klan, de ETA o de Al Qaeda tienen sus peculiaridades, pero confío en que no se nos ocurra darlas por buenas. No todas las diferencias son respetables: algunas no merecen el menor respeto. Pero ¿qué ocurre con aquellas que sí lo merecen? ¿Forman parte ya por eso de nuestro modo de vida?
Responder con bien a esta pregunta exigiría tocar un amplio número de registros en los que aquí no podemos entrar. Pero sí podemos recordar que una identidad moral, como la de la Unión Europea, es una definición que esa entidad debe poder elaborar en el curso de su historia y seguir redefiniendo a lo largo de ella. La identidad no está dada de una vez por todas, sino que se va reelaborando, y además contando con dos elementos esenciales: el reconocimiento que otros hacen de ella, y la capacidad que tiene de negociarla consigo misma y con el entorno.
¿Desde dónde? Desde los valores y derechos del Tratado Constitucional, que alcanzan desde el respeto a la dignidad humana, desgranado en libertad, democracia, igualdad, pluralismo, no discriminación, tolerancia, igualdad de varones y mujeres, derechos de las minorías, Estado de derecho y respeto a los derechos humanos, entre los que se cuentan los civiles y políticos, pero no menos los económicos, sociales y culturales. Éste es el caldo de cultivo del Euroethos, nunca la pura presión de quienes tienen poder en la lucha por el reconocimiento.
Adela Cortina es catedrática de Ética y Filosofía Política de la Universidad de Valencia y directora de la Fundación ÉTNOR.
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