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Columna
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Feísmo contra guapismo

Si hay en Galicia un debate resistente a todo tipo de modas y vaivenes, es el del feísmo. Ya saben, ese complejo fenómeno que engloba desde el desvarío estético a la especulación pura y dura. Se solía identificar con esas casas alicatadas hasta los cimientos, semejantes a cuartos de baño dados la vuelta como un calcetín, en expresión de Antón Fraguas, que configuraron todo un género fotográfico. Recientemente ha derivado en la proliferación de marinas d'Or en cualquier tramo de costa que no sea acantilado. En las preocupaciones esenciales de nuestras clases ilustradas, el problema del feísmo cumple en los albores del siglo XXI el mismo papel que tuvieron en el siglo XX las causas del atraso de Galicia y el que se le adjudicó a la incuria en el XIX. Lo del atraso no llegó a aclararse del todo, y de la incuria no se recuerda hoy ni que significa. Es de temer que lo del feísmo tenga parecido destino.

De entrada, por mucho bombo multidisciplinar que se toque, del feísmo se ignora más de lo que se sabe. Por ejemplo, como en las sentencias del Tribunal Penal Internacional, hay crimen, pero no culpables. Hay casos atribuibles a la no intervención de los profesionales, y otros no. Depende de los profesionales. Como se lamentaba un alcalde coruñés de los 60 cuando le reprochaban el resultado de una obra civil, "¡con lo bonito que quedaba en la maqueta!".

También es inocente el sector inmobiliario. Siempre que se les pregunta -además de pedir prudencia para no matar a un animal mítico para el resto de la sociedad, la gallina de los huevos d'or- los promotores proclaman su apuesta por el crecimiento urbanístico ordenado y sostenido. Al socaire de lo de Gondomar, un representante del gremio, en un tono gangoso admirable en alguien que admitía un origen en la comarca del Deza, dejó perfectamente claro que en sus 20 años de profesión no había ni siquiera oído de ningún caso de petición de comisiones a constructores/promotores, y atribuía el doloroso asunto, bien a las carencias de los ayuntamientos rurales para pagarse un ordenamiento en condiciones, bien a la desesperación reinante en el vecino Vigo por la paralización del Plan Xeral Ordenación Municipal. Una versión empresarial de la clásica advertencia callejera de que más vale pedir que robar.

Y, evidentemente, menos culpa todavía tienen los responsables urbanísticos. No puede ser objeto de sospecha alguien que conserva el apoyo del electorado después de pasar, ante las narices vecinales, de ser un ciudadano con un trabajo y un sueldo a un alcalde empresario que vive en un chalé de un millón de euros. Y no es que arquitectos, promotores y ediles gocen de una habilidad semejante a la que se le atribuye a los austriacos, que han convencido al mundo de que Beethoven nació en Austria y Hitler en Alemania. Quizás el problema esté mal enfocado, y en lugar de relacionar los males de Galicia con los síntomas del feísmo deberíamos identificarlos con el guapismo. Sin cambiar de terreno, guapeza es lo que mueve a los gobiernos locales, de Barreiros a Ferrol pasando por Foz, a desdeñar las órdenes de Política Territorial, en la jactancia de que lo irregular ya se regulará, y lo que hoy es ilegal mañana amanecerá legal, y si no, malo será porque lo que ya está, ya está.

En el guapismo hunden sus raíces tanto el bizarro episodio cortesano del rotulogate que estremece el ambiente de San Caetano, como el papelón de los congresistas gallegos del PSdeG votando contra el proyecto para Navantia Fene apoyado por su secretario general. O la estrategia de Alberto Núñez Feijoo, candidato por la derecha al ansiado papel de trucha-ISO (garante de la pureza democrática como aquella que, según Ánxel Fole, garantizaba la pureza de las aguas de la fuente de O Incio en las que nadaba) al exigir gallarda y diariamente la resolución de problemas no solucionados o ni detectados por los gobiernos anteriores. Desactivar el guapismo sería quizás más eficaz que marear la perdiz del feísmo. Y los únicos perjudicados serían los fotógrafos.

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