El reloj de Pekín
La premura de un país en lograr algo no tiene por qué ser necesariamente igual a la que muestre otro. Léase, por ejemplo, las metas que se marca China en el proceso de transición democrática en comparación con las que se fijaron en los ochenta y noventa los países del Este europeo a raíz de la descomposición del comunismo soviético. Éstos realizaron la transformación en un breve plazo; por contra, la nación asiática, o al menos los dirigentes que la gobiernan, no tiene prisa.
El primer ministro chino, Wen Jiabao, acaba de escribir en un artículo publicado ayer en el Diario del Pueblo, que no cree que la democracia se establezca en China antes de cien años. Para ello será necesario que antes emerja un "sistema socialista maduro" y ello, sostiene el número tres del régimen, no es previsible que ocurra hasta el siglo XXII.
El juicio de Wen llega en vísperas de la reunión anual del Parlamento chino, donde entre otros temas se debatirán nuevas medidas para extender la propiedad privada y leyes fiscales. Las palabras del primer ministro no contradicen demasiado la filosofía del padre de la reforma política y económica de China, Deng Xiaoping, fallecido en 1997, que defendió siempre la liberalización de la economía pero bajo un régimen políticamente autoritario. Hoy en día, el país que organizará en 2007 los Juegos Olímpicos de Verano y que está llamado a convertirse en una de las grandes potencias mundiales no más tarde del primer cuarto de siglo, asombra por el crecimiento económico a ritmo de dos dígitos pero sonroja por su resistencia a conceder libertades políticas. De momento, el monopolio del partido comunista no se resquebraja a pesar de que las desigualdades sociales no cesan de aumentar.
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